La semana pasada se fallaron los premios Nobel, los galardones que se conceden anualmente desde 1901 para reconocer a quienes han realizado descubrimientos notables para ... la humanidad. En cada una de las categorías científicas el premio lleva asociado una cantidad de dinero de aproximadamente 1 millón de euros, que normalmente se divide entre un máximo de tres premiados por categoría. Pero, más allá del montante económico, los premios Nobel son probablemente los de mayor prestigio en el mundo y coloca a quien los recibe en una categoría especial. Además, estos premios han adquirido con el tiempo la cualidad de prestigiar también a los países de los laureados. Aunque los ganan personas, las naciones alardean de sus galardones como muestra de éxito colectivo.

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Hace justamente dos años, les escribía en estas mismas páginas sobre la penosa situación de España en este campo. De los casi 700 premiados, solo tenemos un español, Don Santiago Ramón y Cajal. Triste bagaje para la que fue una potencia mundial siglos atrás y, que incluso ahora, por su peso demográfico y económico debería merecer más premios en esta competición mundial de la creación de conocimiento.

Lo curioso, y que merece mi comentario de hoy, es que cada año al anunciarse los nuevos premiados se levantan aquí voces extrañándose de que, de nuevo, ningún premio haya pasado los Pirineos. Parece que este año, incluso personas con responsabilidades en la gestión de la ciencia nacional se han unido a esta letanía. Sorprendente, sin duda, dada la situación de la ciencia en España y la naturaleza de los premios Nobel. Respecto a esto último, es de destacar que, al menos en sus categorías científicas, los Nobel siguen relativamente inmunes a las presiones de estos tiempos para dar premios por cuotas y aún se cumple que se haya participado en un avance reconocido y sustancial en la disciplina. Es normal, por otro lado, que los premios reconozcan descubrimientos realizados más de 20 años atrás, tiempo suficiente para que hayan sido corroborados y no meter la pata premiando un fiasco que pondría en entredicho a la academia sueca.

Una vez perdida hace unos años la oportunidad quizás más clara con Francis Mojica, ya solo nos quedan como premio posible en el futuro los de algunos españoles que llevan ya mucho tiempo trabajando en el extranjero. Ignacio Cirac, ahora en Alemania, o Pablo Jarillo en Estados Unidos, podrían recibir el premio en los próximos años. Pero, aunque ambos se formaron en España, los descubrimientos que les harían Nobeles los obtuvieron en el extranjero. Si tienen la suerte de ser premiados, serían un caso similar al de Severo Ochoa el siglo pasado. Aunque, sin duda, muchos intentarán colgarse la medalla, no serán premios Nobeles de la ciencia española.

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¿Por qué no hemos tenido ningún premio Nobel desde el año 1906? ¿Por qué no lo tendremos, muy probablemente, tampoco en los siguientes 20 años? Las respuestas son simples, y no muy diferentes a por qué el equipo de fútbol de Calatayud, por poner un ejemplo, no ha ganado nunca la Liga de Campeones, ni la ganará en las siguientes décadas.

El apoyo social e institucional a la ciencia propia ha sido tradicionalmente escaso, y en mi modesta opinión, lo sigue siendo. La ciencia española no tiene una estructura sólida y es muy débil en comparación con los países ganadores. No significa que no haya individualidades reseñables, pero sin masa crítica. No se vislumbra una actuación estratégica a nivel del estado, y solo algunas comunidades autónomas apuestan en sus territorios con actuaciones localistas. Además, en las últimas décadas, se ha promovido la actividad científica por resultados en publicaciones, primándose casi exclusivamente la cantidad. Tengan presente que el Nobel se gana por una sola investigación muy relevante, no por decenas de cosas menores. Sin ser un mal exclusivamente nacional, los científicos hemos contribuido a esta carrera por aumentar los resultados de la investigación en forma de muchos artículos. En esa carrera hacia ninguna parte, la ciencia reposada y de largo alcance queda necesariamente abandonada. Por supuesto, a esto se suma la endémicamente escasa financiación disponible y el poco cuidado por el talento con sueldos menores que otros lugares. Si además consideran que en un lugar fundamental para la ciencia como es la universidades se va progresivamente abandonándola, pueden ver el escenario de la derrota.

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Si no hay una reacción a este estado de cosas, al menos pediría cierta decencia y que en los próximos octubres nadie se rasgue las vestiduras, ni digan aquello de ¡qué mala suerte! Porque si España gana un Nobel será un milagro.

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