Describir el escenario que ofrece el despliegue de la inteligencia artificial tiene una fecha de caducidad muy corta. Las certezas concretas saltan por los aires con cada nueva aplicación, y aseverar de una manera simple si Deepseek es mejor o peor que ChatGPT, Gemini o ... Copilot es un atrevimiento. Pero lo único cierto es que cada día se erigen nuevas expectativas sobre un espejo de incertidumbres de índole regulatoria, ética y estética. En el contexto académico, cada universidad está tratando de aferrarse a aquellas herramientas y aplicaciones que mejor se ajustan a sus disponibilidades económicas –porque la IA no es gratis– y a su capacidad de escalar a través de la curva de adaptación a estas tecnologías.

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Hace unos días, en un seminario organizado por el foro University World News y la Agencia Norteamericana de Acreditación en Ingeniería y Arquitectura (ABET), se presentaba una descripción genérica del estatus, potencial y riesgos de la IA en la educación universitaria. Me llamó poderosamente la atención una de las preguntas que hizo un profesor de otra universidad: «¿... todo esto quiere decir que vamos a tener que volver a los exámenes en papel...?». Tuve que releer varias veces la pregunta, así como algunas de las respuestas y comentarios, para contextualizar que muchos profesores depositan su confianza exclusivamente en la valoración de trabajos, informes, estudios, tareas y proyectos, elaborados de forma individual o en grupo, de manera autónoma, con el objetivo de determinar el grado de adquisición de competencias por parte de los estudiantes. No se trata de cuestionar aquí la metodología docente, sino de reconocer que para el profesorado universitario no preparado, la IA supone un reto profesional inmenso a la hora de identificar correctamente qué evidencias son garantes del aprendizaje del estudiante. Como sucede con cualquier tecnología emergente, existe un colectivo de profesorado entusiasmado con este avance, plenamente dispuesto a incorporarlo a su actividad docente, y que considera que el estudiante tiene que aprender hoy bajo los parámetros y el contexto con el que deben afrontar su aprendizaje futuro de forma autónoma a lo largo de toda la vida. Pero como contraparte también hay fervientes detractores de este escenario, que concentran sus dudas en considerar la IA como una triquiñuela más a disposición de los estudiantes para maquillar su potencial de adquisición de competencias de forma autónoma, que ahuyenta la cultura del esfuerzo y facilita la inobservancia de principios éticos básicos.

El catálogo de riesgos y beneficios es tan amplio como el de aplicaciones IA disponibles. Sirva de ejemplo el caso del estudiante de la Universidad de Duke Sarthak Dhawan que, a través de una 'start-up' creada en su segundo año de carrera, lanzó la herramienta TurboLearn.ai con la que promete la creación de resúmenes, apuntes, juegos de gamificación, y cuestionarios tipo test de una asignatura a partir de los audios del docente. Llegados a este punto, el rol del profesor universitario, en su faceta como formador, se puede tambalear animada por la no obligatoriedad de los estudiantes de acudir a las aulas. Quizá no haya ni un solo punto de descanso en este trayecto para que podamos parar, evaluar y decidir de manera consensuada en el contexto de la formación académica. Como citaba un muy buen amigo, no nos queda más remedio que diseñar el avión mientras estamos volando.

Pero aun cuando pudiésemos solventar de una forma ética y exitosa la integración de la IA en el proceso de enseñanza-aprendizaje en nuestras universidades, es necesario incidir sobre su repercusión en las fases iniciales de la educación de nuestros estudiantes. Hemos sido testigos de la urgencia con la que se incorporaron hace unos años a las aulas de primaria las 'tablets' para, unos años después, retroceder en su uso con base en no pocos informes y evidencias sobre su impacto cognitivo en el medio y largo plazo. La convivencia educativa con la IA debe articularse a sabiendas del riesgo que supone modificar la motivación y los hábitos de estudio en las etapas de ESO y Bachillerato, y para eso no vale una simple monitorización de los resultados académicos. Hay que considerar que vamos a tener un nuevo paradigma en la actitud de los estudiantes hacia el aprendizaje tradicional, y que se irá amplificando a medida que se acerquen a la universidad. Aunque es difícil acertar con precisión al hacer paralelismos, ya se cuestionó la idoneidad del aprendizaje de las tablas de multiplicar habida cuenta de la introducción de las calculadoras en las aulas occidentales a principios de los 70, el trabajo exclusivamente memorístico o, más recientemente, el aprendizaje exhaustivo de algunos lenguajes de programación. La actitud hacia el estudio va a cambiar para siempre con la IA, y la universidad tiene la obligación de incorporar este actor cuanto antes, conciliando sus metodologías con los procesos de enseñanza que se articulen en las etapas previas.

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