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Los nadie

Decía Galeano que son «los dueños de nada... los ningunos, los ninguneados, muriendo la vida, jodidos...»

Martes, 18 de agosto 2020, 01:21

Ando sumergido en el último libro de María Díaz-Más, 'El pan que como', un delicioso relato que parece versar sobre la comida y el acto de comer, pero que, en realidad, tiene que ver con los recuerdos, la cotidianeidad y, sobre todo, con el extraordinario valor de las pequeñas cosas, esas a las que un mundo cada vez más digitalizado, más veloz y voraz, ya no quiere prestar atención.

Comienza la escritora su libro haciendo referencia al término japonés 'Itadakimasu', que tiene su origen en las palabras 'comer' y 'recibir', y cuyo significado, según María, es doble. Por un lado, el término se referiría al «sentimiento de gratitud hacia las personas que han participado, de una u otra forma, en todo el proceso de elaboración de la comida, desde el campo, la mar o la granja, hasta nuestro plato». El segundo significado es «gratitud a los ingredientes, a la comida misma, por permitirnos arrancarles la vida» para nuestro deleite o nuestra supervivencia.

El destino quiere que las primeras páginas de este libro sean leídas el pasado sábado, plácidamente sentado, bajo una sombra que se me antoja fresca en este día de canícula veraniega. No recuerdo la hora a la que empiezo mi lectura, pero quizá coincida con el momento exacto en el que una furgoneta frena en seco en la solitaria puerta de un centro de salud de Lorca y arroja el cuerpo rígido de un hombre sobre la acera ardiente.

Después de hablar con todos ellos me invade una cierta paz y me dispongo a abrir mi sandía, pero su dulzor ya no me reconforta

Decía Galeano de 'Los Nadie' que son «los hijos de nadie, los dueños de nada... los ningunos, los ninguneados, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Los que no son, aunque sean. Los que no son seres humanos, sino recursos humanos. Los que no tienen cara, sino brazos. Los que no tienen nombre, sino número. Los que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los que valen menos que la bala que los mata».

Decía esto Galeano sobre 'Los Nadie' en 1989, como parte de 'El libro de los abrazos', y resulta desesperanzadora la actualidad de sus palabras, lo poco que hemos avanzado, la cantidad de 'Nadies' que nos rodean.

Hoy he comprado una sandía en El Coque, un pequeño supermercado que regenta Antonio Sánchez, mi tendero, donde compro habitualmente cuando habito en Cabo de Palos. Pesa un poco más de cuatro kilos, y pago algo menos de tres euros por esta fruta convertida en una promesa de dulzor. Pregunto a Antonio por el origen de mi sandía, y me cuenta que esta, en concreto, se la ha comprado a Salvador Martínez, un almacenista de Cartagena, a quien llamo para preguntar por el siguiente eslabón de la cadena.

Salvador me dice que compra muchas sandías, de muchas marcas, y que no sabe, pero yo insisto, le explico cómo es la sandía, mi sandía, le doy detalles precisos, y llegamos a la conclusión de que la mía, concretamente, es de Ginés Lorente, un agricultor de Las Palas, en Fuente Álamo, con quien converso para interesarme por aquel que recogió mi sandía de la tierra.

Ginés se extraña mucho de mi empeño por saber, la gente no pregunta por estas cosas, la gente no quiere saber los nombres de nadie, y mucho menos de 'los nadie', pero acepta responder, quizá temeroso de mi vehemencia, de mi obcecación por su sandía que ahora es mía, y me dice –como quien no quiere decir–, que la sandía que sostengo fue recogida, casi con toda seguridad, por el jornalero Juan Lardín.

Pero yo quiero saber más, necesito saberlo, y pregunto a Juan por la persona que plantó la semilla misma de mi sandía. Juan tiene menos dudas al respecto, dice que mi sandía fue plantada por José Wilmar. ¿Estás seguro?, le pregunto; sí, me responde, él es quien planta todas las semillas.

Después de hablar con todos ellos me invade una cierta paz, así que me dispongo a abrir mi sandía. Pero su dulzor ya no me reconforta como tantas otras veces, y no logra arrancarme ese asqueroso regusto amargo de la vergüenza, un sabor metálico, como de bala.

No veremos grandes manifestaciones, ni ingeniosos anuncios inspirados en su historia. No habrá quien doble la rodilla en su memoria, ni inspirará, casi seguro, a ningún poeta o cantautor. Pero Eleazar Blandón existe, aunque nos empeñemos todos en no querer verlo.

'Itadakimasu', Eleazar.

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