Lo siguiente solo es un cuento, un relato de una persona ficticia, llamada Pardoned, pero, en realidad, quién sabe lo que puede pasar por la ... mente de un feto.

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Cuando Pardoned, ya en la edad adulta, echa la mirada atrás y visualiza mentalmente la película de su vida, observa los momentos dulces, excelentes recuerdos y, por otro lado, también ve otros instantes que quisiera apartar de su memoria, dejarlos abandonados en el lago del olvido, por lo desagradables que fueron.

Cierto día, en una conversación con amigos, a Pardoned le preguntaron cuál fue la época de su vida de la que guarda mejores recuerdos. Comenzando desde el principio, Pardoned fue mentalmente recorriendo las diferentes etapas de su vida, la de la niñez, la adolescencia, la juventud, hasta llegar a la etapa de la madurez. De todas ellas, hay momentos que recuerda con especial cariño, que le proporcionaron notables dosis de felicidad.

Después de realizar ese ejercicio imaginativo y, teniendo que elegir la etapa más fantástica, Pardoned respondió: «Me quedo con los nueve meses que anduve recreándome y, si se me permite, hasta divirtiéndome en el seno de mi madre, desde el mismo instante de mi concepción hasta que lo abandoné, para entrar en la realidad visible, donde se desarrolla la hermosa aventura de la humanidad».

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El libro del Génesis, primer libro de la Biblia, del que tantísimas enseñanzas podemos obtener, pone en boca del Dios Creador: «Creced y multiplicaos». Es decir, Dios concedió al ser humano el poder de procrear o, mejor dicho, Dios utiliza a su humana creatura como intermediario, para traer a este mundo nuevos hijos suyos, porque no es el hombre quien los crea, sino Dios.

Con la artesanía más exquisitamente delicada y amorosa de un alfarero, fue modelando mi cuerpo y mi mente desde las entrañas de mi madre. Mientras tanto, a través del túnel umbilical, mi madre me proporcionaba todo lo que yo necesitaba para crecer. Me sentía confortable y hasta feliz. Aunque en ocasiones sufría algún sobresalto, sobre todo cuando mi madre estaba alterada por cosas de su mundo, por lo general, en mi particular universo, dentro del saco uterino, reinaba la paz, el silencio, la placidez. No cabe duda de que mi vida se desarrollaba en un auténtico y fértil Edén.

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En el seno de mi madre no sentía sensación alguna de soledad, porque mi relación con ella constituía una perfecta simbiosis. La nuestra era una intercomunicación, de un modo que solo saben practicar los niños aún no nacidos con sus mamás.

La naturaleza por un lado y la acción divina por otro iban realizando su trabajo incesante, entretejiendo el conjunto de mis órganos, autopistas neuronales, el andamio óseo y mi conciencia de ser humano, ese órgano invisible donde Dios depositó su gen divino y un GPS con una ruta cuyo destino es su Casa del Cielo.

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Aunque mi mundo cada vez se me hacía más pequeño, lo cierto es que, salvo cortos periodos de tiempo que pasaba sesteando, el resto lo dedicaba a juguetear, dando patadas y realizando escorzos inverosímiles. Mi vivacidad no tenía límites, por eso no paraba ni un instante, de ahí que el latido de mi corazón siempre palpitara a toda máquina. A mi madre le hacían mucha gracia todos esos movimientos, que ella claramente advertía en su tripa.

Ante nuestro Padre del Cielo, yo era un personajillo muy importante, porque, además de su infinito amor, me implantó los rasgos o características que definen mi persona, es decir, mis talentos, mis habilidades en algunas disciplinas, y eso con el fin de que, valiéndome de ellas, pudiera tener la oportunidad de realizar mi aportación personal a la construcción del ciclópeo proyecto divino. Esta es una aportación personalísima, que nadie, salvo yo, puede realizar.

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Precisamente, porque nadie puede llevar a cabo la aportación que únicamente a cada persona le corresponde hacer, Dios se siente muy apenado, incluso frustrado, cada vez que una madre, con o sin consentimiento del padre, decide destruir el niño que lleva en su seno. De forma eufemística e insidiosa, le llaman interrupción del embarazo, pero eso es falso, porque una interrupción es algo que se detiene momentáneamente, y posteriormente se pone en marcha de nuevo. De lo que realmente se trata es de truncar la vida de un pequeño ser humano, que se ha perdido para siempre.

¿Qué pensaría cualquier autor de una espléndida obra pictórica, que ocupa un lugar preferente en una magnífica exposición pública, si uno de los asistentes derrama sobre el lienzo un bote de pintura, estropeándolo irremisiblemente? La tristeza y el enojo experimentado por ese autor solo sería un pálido reflejo de lo que siente nuestro Dios, cuando alguien decide voluntariamente poner fin a un embarazo, puesto que no existe obra más excelsa y valiosa que la vida de un niño. Afortunadamente, el niño, que no ha llegado a ocupar un sitio en este mundo terrenal, sí que ha sido recibido y ocupado un lugar de privilegio en las manos de nuestro gran Padre del Cielo.

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En mi caso, felizmente llegó el final de mi etapa temporal en el vientre materno y salí de él cuando, por las leyes de la naturaleza, me correspondía. Sinceramente, creo que el momento del alumbramiento es el instante más traumático en la vida de una persona. Desde un receptáculo confortable, sin carencias, pleno de calma y despreocupadamente feliz, tuve que salir exhausto, por un conducto superestrecho en el que literalmente hice malabarismos para poder emerger a terreno totalmente ignoto, ruidoso, perdiendo además el vínculo fisiológico que me unía a mi madre. El miedo es el primer sentimiento que se conoce al abandonar tu zona de confort y penetrar en este mundo, y me asusté tanto que, al igual que el resto de niños cuando nacen, me puse a llorar desconsoladamente.

Ahí acabó mi tiempo de habitar en lo que, sin duda para mí, fue una arcadia feliz.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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