Seguramente, la mayoría de nuestra sociedad coincide en que la democracia es el mejor de los sistemas de gobierno de un pueblo, o tal vez ... sea mejor decir que es el menos malo de los sistemas conocidos. La democracia permite la participación directa de los ciudadanos, aunque con bastantes limitaciones. Es mediante la expresión de nuestro voto cada cierto periodo de tiempo cuando, realmente, el ciudadano tiene su alto protagonismo, al elegir a los que deben ser sus representantes, durante el siguiente periodo legislativo.
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Decir que la democracia es el mejor de los sistemas de gobierno conocidos, no significa que sea un sistema perfecto. De hecho, en la necesaria y justa libertad, o mejor dicho, en su mal uso, que nos permite el sistema democrático, podemos encontrar el origen de algunas perversiones por las que se puede despeñar una sociedad. Por ejemplo, desde hace tiempo, venimos observando el resucitar del mito de las dos Españas.
Sin querer caer en un fatal pesimismo, el momento actual tiene cierta semejanza con lo vivido en la preguerra civil española. Nos referimos al clima de polarización, de dura e implacable confrontación entre las izquierdas y las derechas, entre el feminismo y el machismo, entre conservadurismo y progresismo, entre los de arriba y los de abajo.
Y este es un clima que, originado y alentado por el colectivo de autoridades políticas, ha ido calando como lluvia fina, hasta el tuétano de prácticamente todas las capas de la población.
Durante los años que duró la Transición, modélico ejemplo para el mundo entero, pudimos vivir y disfrutar de los mejores momentos de nuestra todavía joven democracia. Contemplándolo con perspectiva, la gente de bien nos sentimos orgullosos del trabajo bien hecho de nuestros políticos de entonces, y echamos de menos su enorme capacidad demostrada para alcanzar acuerdos de mucha altura. Aquella gente supo dejar de mirarse al ombligo y elevar la vista, para contemplar las necesidades globales de España.
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El inicio de la Transición, liderado por Adolfo Suárez, seguido por las presidencias de Felipe González y José Mª Aznar, pese a sus errores, que fueron notorios, constituyeron los años dorados de nuestra España, tiempo en que los avances sociales, económicos e internacionales otorgaron a nuestro país la posibilidad de competir con los países europeos más avanzados. Entramos en el Mercado Común Europeo y entramos a la primera en la nueva moneda común: el euro, no sin considerables esfuerzos y sacrificios.
El problema territorial, que hasta entonces estaba más hibernado que un oso en invierno, agitadamente despertó cuando Zapatero pronunció en Barcelona la desdichada frase de que aprobaría el Estatuto que saliera del Parlamento catalán, fuera el que fuese. Problema que fue agudizado cuando Artur Mas, con el fin de encubrir la maltrecha economía de su comunidad y sus problemas crecientes con el famoso 3%, amenazó a Rajoy con la convocatoria de un referéndum independentista, caso de no aceptar sus inadmisibles pretensiones en materia política y económica.
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El presidente Rajoy tiene en su favor, que pudo medio corregir y subsanar la maltrecha situación económica nacional, pero no hizo nada para avanzar en la integración de los nacionalismos periféricos. Pese a sus reiteradas negaciones, no supo impedir la celebración del referéndum de octubre 2017, y sólo el empuje del Rey, en su famoso discurso, días después de dicho referéndum, y previo consenso con el PSOE de Pedro Sánchez, le convenció finalmente a la aplicación del 155 a la Comunidad catalana.
Pedro Sánchez, sin duda influenciado por sus socios de dentro y fuera del Gobierno, ha aplicado la tristemente famosa política del 'noesnoísmo', despreciando cualquier tipo de pacto con la oposición mayoritaria de centro derecha, lo que ha supuesto ahondar más aquella trinchera que hoy separa a la mitad de España contra la otra mitad.
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Sus reiterados incumplimientos, eufemísticamente llamados por él mismo «cambios de posición política», han dinamitado su credibilidad. Sus potenciales votantes ya no pueden llamarse a engaño en las próximas elecciones generales del 23-J, ya saben lo que nos espera, pues Sánchez aspira a reeditar un nuevo Frankestein con los mismos mimbres de esta última legislatura.
Desde Cataluña, la presión va a ser infernal para exigir un referéndum, en el que ellos solos certifiquen cuáles deben ser los límites territoriales de España, y esa presión no sólo vendrá de parte de los partidos independentistas, sino que el propio partido (o lo que sea) Sumar ya contiene en su programa la intención de apoyar la celebración de dicho referéndum. Inmediatamente, después de Cataluña, vendrán otros referéndum en el País Vasco, Comunidad Valenciana, Galicia, Baleares, etc. No cabe duda de que sería el fin de la España que hemos conocido desde hace 500 años.
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Estamos necesitados de políticos de la talla de los que realizaron la Transición, que tengan altura de miras, que pongan a España por delante en todo momento y sean capaces de articular acuerdos que beneficien al conjunto de los ciudadanos. Seguro que en España hay muchos, pero ¿llegaremos a verlo algún día?
En nuestro último artículo publicado en este mismo periódico, advertíamos de que uno tiene que Actuar, si no quiere ser un «Actuado», es decir, nuestra participación en las elecciones del 23-J no puede estar en cuestionamiento, cada voto es decisorio, no podemos dejar que otros decidan por ti o por mí. Y, a ser posible, dejar a un lado la incontrovertible e inquebrantable fidelidad a un determinado partido político, votando con racionalidad, con cerebro, en lugar de usar la pasión y las vísceras.
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En las próximas elecciones del 23-J nos jugamos mucho, nos jugamos el futuro nuestro y de nuestros hijos.
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