Ala mayoría de los niños, en algún momento se nos ha preguntado qué deseábamos ser de mayores. Las respuestas eran variadas: ingeniero, piloto, futbolista, catedrático, ... etc., etc. Rarísimo era oír decir a algún niño que, de mayor, quería ser diputado y, la verdad, no acabamos de entender el por qué esto es así. Mirándolo bien, ser diputado es una de las cosas más dignas e importantes que uno pueda ser en la vida. Su razón de ser, como legítimo representante del pueblo, es la defensa de los valores constitucionales y la corresponsabilidad en la promulgación de leyes, que fomenten nuestro bienestar, la paz y la justicia.

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Entre sus importantes funciones, está la de supervisar y controlar la gestión del Gobierno, la ejecución de las políticas que nacen del Congreso, debatir y negociar nuevas propuestas de leyes, ejerciendo el natural contrapeso frente al poder del ejecutivo, exigiendo limpieza y transparencia en el desarrollo de dicha gestión gubernamental.

Ser diputado precisa, no necesaria, pero sí convenientemente, disponer de un currículum cultural apropiado, unos notables conocimientos de la historia de nuestra nación, un expediente académico que contenga al menos un título universitario, a ser posible cierta experiencia en el mercado laboral y, sobre todo, un torrente de motivación por servir a España y a los españoles, desde unos cánones modélicos de honestidad y humildad.

Añadamos a lo anterior un buen dominio de los principios constitucionales, así como cierta capacidad de la retórica y fluidez verbal, para expresar sus iniciativas, de forma persuasiva, al conjunto del Parlamento nacional.

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Respecto a la retribución económica del diputado, la cual, en ningún caso debería ser la razón principal que motive la aspiración a ocupar tan alta distinción, es probable que existan quejas de una parte de la ciudadanía, por considerar que perciben un desmedido salario.

Sin embargo, nosotros creemos que el sueldo del diputado debe situarse a la altura de su gran responsabilidad; en consecuencia, debe ser un cargo bien remunerado. No perdamos de vista que aparcar su vida laboral privada, para ocupar un escaño público en el Parlamento, supone, en no pocos casos, una pérdida económica considerable.

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Ante tan alto honor que, teóricamente, se le supone al diputado, cabe razonablemente preguntarse: ¿Cuál es la razón por la que su imagen pública se ha deteriorado y desprestigiado tanto? ¿Por qué existe, cada vez más, una desafección entre los ciudadanos y los políticos?

Por nuestra edad, todos los integrantes de este grupo de Los Espectadores hemos sido testigos de los debates parlamentarios celebrados desde el comienzo del actual periodo democrático.

Por eso mismo, podemos afirmar que, desde entonces, el insulto y la descalificación personal se instalaron y han sido una constante a lo largo del tiempo (acuérdense lo de «tahur del Mississipi», que le atribuía un alto cargo político al entonces presidente Adolfo Suárez), aunque también hay que reconocer que todo ello salpicado con aisladas, pero brillantes disertaciones parlamentarias. Lejos de adelgazar el espesor de esas palabras y frases altisonantes e inadecuadas, el debate parlamentario se ha convertido en un bochornoso espectáculo, donde se expele toda clase de excrecencias verbales, bajo el presunto amparo de una mal entendida libertad de expresión, y con la irresponsable aquiescencia del o de la Presidente de las Cámaras.

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En lugar de buscar el consenso, o de intentar alcanzar acuerdos, aunque sea de mínimos, lo que podemos ver hoy día es: 1) una indisimulada táctica a favor de una lamentable polarización, por el solo, inútil e improductivo objetivo de confrontar, en la errónea creencia de que los militantes identificarán los acuerdos con una supuesta debilidad del partido.

De esta manera, es imposible firmar algún Pacto de Estado, pese a que por todos es considerado tan necesario; y 2) una irresistible pugna y defensa por el interés partidista, o peor aún, por el interés personal, que se antepone al interés general, al interés de la Nación.

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De esta forma, somos testigos de cómo, desde la época de la Transición, el partido en el gobierno viene cediendo al chantaje de pequeños partidos periféricos, a cambio de mantener el poder, aspecto que adquiere magnitud exponencial en la presente legislatura.

La triste realidad es que la mayoría de los diputados son observados como serviles 'culiparlantes', que forman parte de una grey pastueña, sumisa, obediente, dócil, que se limitan a calentar su asiento y pulsar el botón del color que les indique el corifeo de turno. Actúan como una claque, provocando el sonrojo ajeno, al aplaudir victorias parlamentarias del partido al que pertenecen, aunque correspondan a leyes abyectas, como la reciente derogación del delito de sedición y la ignominiosa rebaja de la malversación impropia, nacidas de la imposición de un partido separatista a una coalición de gobierno, que exuda cada vez más tintes autoritarios, horadando una y otra vez los valores constitucionales.

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Algunos barones autonómicos se atreven, de vez en cuando, a elevar una lamentación y tímida protesta por la tramitación de alguna de estas leyes, sobre las que se manifiestan en contra.

Sin embargo, en la práctica, a la hora de votar, todos los diputados, sin excepción, comulgan con las ruedas de molino que les hace tragar su portavoz parlamentario y, como ovejas del rebaño, acuden prestas a pulsar el botón del sí bwana. La hipocresía de estos próceres políticos, tristemente, queda patente, deviniendo en un menesteroso patetismo y en un Parlamento seriamente degradado.

Finalmente, la corrupción no es exclusiva de un partido o de una determinada etapa temporal. La verdad es que anida en la clase política, a la que ha acompañado, prácticamente durante todo el actual tiempo democrático. Inolvidables y penosos fueron los ya históricos episodios de los Filesa, Luis Roldán, BOE, Gürtel, Púnica, Bárcenas, ERES, familia Pujol, los 3% de Convergencia o los que ahora se están descubriendo en el PSOE valenciano o canario.

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Cuando uno mira hacia atrás y observa la cantidad de disparates y de corruptelas que plagan e inundan el historial político, entonces quedan perfectamente explicadas las causas de esa desafección existente entre los ciudadanos y los políticos. Ellos solos han autodestruido su dignidad, ellos mismos se lo han ganado a pulso.

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