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Nunca he estado tan cerca de mi padre en toda la vida. Años después, cuando ya había muerto, cierto escritor me preguntó durante la sobremesa de una cena si había algo de lo que estuviera arrepentido. Le dije que sí, que me arrepentía de no ... haberle dicho nunca a mi padre que le quería. Aunque no fuera preciso. La gente de la huerta y del campo no necesita palabras para adivinar lo que uno está pensando. Cómo no iba a saber que le quería. Pero quizá hubiera sido mejor habérselo dicho, aunque se hubiera extrañado, me hubiera mirado con una sonrisa entre pícara y burlona, como diciéndome que dejara de decir tonterías. El silencio es bueno, pero es mejor estar 'callao', como expresó ese otro Belmonte, el que fue torero. Me diría que eso son ínfulas -jamás empleó mi padre esa palabra, pero ahora me apetece ponérsela en su boca- de señorito. Decir 'te quiero' no les pega a quienes han trabajado de sol a sol desde que tienen uso de razón. A quienes han vivido una guerra, a quienes no han podido enterrar a sus muertos, a quienes han sufrido en sus carnes el fulgor y la sangre de una posguerra repleta de miserias y calamidades, como desterrados del mundo, como sombras, menos aún que sombras.
Nunca había estado tan cerca de mi padre en toda la vida como cuando daban por televisión un combate de boxeo. Cenábamos temprano con mucho apetito, mirando de vez en cuando el reloj para que no se nos hiciera tarde. Sobre las diez de la noche, que era una hora imposible para quienes tenían que levantarse con las primeras luces, comenzaba el espectáculo. La velada. Así se decía: la velada. Terminé aprendiéndome la vida y milagros de los boxeadores de entonces. Urtain, Carrasco, Folledo, Legrá, Perico Fernández, Evangelista. Me he acordado de muchos de ellos cuando ya era adulto y visitaba lugares relacionados con su existencia. En Madrid, por ejemplo, alguien, sin yo preguntarlo, paseando por una de sus calles, señaló hacia lo alto: «Mira, desde ese balcón que ves ahí, se arrojó al vacío el Tigre de Cestona. José Manuel Ibar Urtain. Lo mismo ya ni lo recuerdas». Claro que lo recordaba. Nos poníamos mi padre y yo, codo con codo, frente al televisor en blanco y negro que pagábamos a plazos. Vimos juntos los combates agónicos y sanguinarios -a los contendientes siempre les manaba sangre por la nariz, por las cejas, por la boca y les aplicaban un ungüento misterioso, el bálsamo de Fierabrás, que les detenía de inmediato la hemorragia- de Pedro Carrasco, que luego se casó con Rocío Jurado y hacían, según aseguraba mi madre, entre divertida y cómplice, muy buena pareja: la tonadillera, la folclórica, una gloria de España, con un hombre honrado y valiente capaz de ganarse la vida y la fama a puñetazo limpio. La bella y la bestia. Los españoles teníamos, incluso, a un boxeador de raza negra. Se llamaba Legrá, de origen cubano. Era fino, rápido en sus movimientos, y bailaba una especie de danza invisible alrededor de sus contrincantes, hasta lograr marearlos y asestarles el golpe final con el que los mandaba al suelo. «Ha besado la lona», se desgañitaba, emocionado, el locutor.
Muchos años después, en uno de mis viajes a los Estados Unidos, aprovechando mi estancia en Lexington, una ciudad de Kentucky, en cuya universidad participaba en un congreso de hispanistas, pedí a mis amigos americanos visitar Louisville. ¿Para qué ir a Louisville, qué es lo que se te ha perdido en ese lugar? Hasta que no bajé del automóvil y puse lo pies en el suelo no quise decirles que ahí, en Louisville, había nacido uno de mis ídolos, Cassius Clay, que luego se cambiaría de nombre, para convertirse en Mohamed Alí, cuando decidió abrazar la religión islámica y comenzar su lucha a favor de los afroamericanos y de las causas perdidas. Cassius Clay, el loco de Louisville.
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