Un expolítico me hablaba el otro día sobre la famosa desdicha que les cae a todos los expolíticos. La de «cuando el teléfono deja de sonar». Me decía: «La auténtica desdicha se siente no cuando el teléfono deja de sonar, sino cuando tú llamas a ... la gente que antes te telefoneaba a ti continuamente, y nadie se pone». En política esas cosas son fulminantes. Por la noche eres Dios y, tras caer en desgracia durante la madrugada, por la mañana nadie te coge el teléfono, por si contagia. Igual que en las relaciones amorosas. Eres, dicen, todo y un rato después, al atravesarse por el camino alguien más solvente, ni te conocen. La moraleja de este bonito cuento («érase una vez... pero ya no») es que ni el amado ni el político en activo fueron nunca, en realidad, nada. La mayoría llevan muy mal lo de que, de pronto, ni llame nadie ni nadie coja el teléfono. Hubo un exdelegado del Gobierno en Murcia que, al comprobar que todos le habían abandonado y su móvil permanecía mudo, se puso a viajar con una bici sin destino y a dormir en cajeros automáticos, y solo se calmó algo cuando encontró el trabajo más anónimo imaginable y pudo llevar la vida de otro.

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Yo he tenido una rara suerte, al respecto. A mí si me llama mucha gente, aunque siempre por error. Al devolver la llamada, claro, no se pone nadie al otro lado, pero al menos quita el 'mono' de no llevar vida social; «sé que es mentira y me da gusto», como se suele decir. Cuando alguien lleva el teléfono en el bolsillo sin apagar, o apoya su codo sin querer, o se cae por un precipicio y, por los golpes, el móvil llama solo, siempre es a mí. En no pocas ocasiones he escuchado conversaciones comprometedoras al otro lado. La razón carece de misterio: todo el mundo me apunta en su teléfono por mi apellido, que al empezar por las primeras letras del alfabeto me coloca ambién el primero de todas las agendas. De las que por supuesto no me han borrado. Cuando de verdad dejas de tener la más mínima importancia no es cuando te borran de las agendas, sino cuando te dejan en ellas, como un fósil, para asegurarse de que si se te ocurre llamar no van a responder. Yo no borro de la agenda ni los teléfonos de los fallecidos. Alguna vez –no es broma– llaman. Nunca he tenido presencia de ánimo para descolgar y saber si, como sería normal, se trataba de alguien que había heredado el antiguo número del muerto. Es preferible quedarse con la duda.

La gente de verdad importante, la que nunca sale en las noticias, es fama que no tiene teléfono, ni correo electrónico, no utiliza ningún aparato ni siquiera analógico y carece de señas postales, porque no necesita al mundo. Son encontrados solo por los que ellos quieren encontrar. El emperador Tiberio se fue a la isla de Capri para que en Roma, con la ausencia, lo tuviesen presente. Quienes vivimos pendientes de que, aunque sea por equivocación (hay que echar mano de las equivocaciones para ir tirando), alguien pueda reparar en nosotros y nos contacte, no somos más que unos pringados, unos don nadies que necesitamos desesperadamente al mundo.

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