Creo que nunca quise ser escritor. Visto ahora, con la perspectiva del tiempo, con los precipitados años, así lo creo. De adolescente o de muy joven, pensaba que mi irrenunciable vocación era la de escritor, pero, sin duda, era un confuso error prematuro. Me refiero, ... claro, al 'oficio' de escribir, a eso que la escritura profesional tiene de artificio o de juego componedor, de puzzle o de manualidad que hay que estructurar a base de juegos de palabras, todo eso que se manifiesta, especialmente, en la novela, sin que tenga nada contra la novela ni contra los novelistas, ya lo he dicho otras veces.
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Es curioso que yo me he definido habitualmente como escritor. Siempre he dicho que todo lo que he hecho, mis años como periodista, mi escritura diversa, mis conferencias, incluso mi labor como profesor, han sido maneras distintas de ser escritor. Pero ahora sé que no lo soy, en realidad lo sé desde hace mucho tiempo. Es más, nunca he querido ser escritor si por escritor se entiende esa labor de construir historias con más o menos 'ingenio'. Ni lo soy ni quiero serlo. Es más, me aburre esa labor como me aburre jugar a otros artificios, sean construidos a base de palabras o a base de artefactos mecánicos. Y cuando lo he hecho he sentido cierta vergüenza propia, que no ajena.
Si estoy hablando de mí (y el 'yo' –la primera persona– es lo más difícil en el relato, tanto formal como emocionalmente) es por decir de forma precisa lo que realmente quiero decir: aquello que es propiamente el oficio es lo que menos vale de la creación. Una cosa es el juego manual que edifica el artefacto, que hace el 'oficio' (incluso a veces la profesión) y otra cosa es la creatividad misma. Y eso, en el caso de la literatura, vale para cualquier género, también para la poesía, aun siendo el de la poesía el lenguaje esencial (claro, hay muchísima poesía mala, malísima, mucho ripio, mucho exabrupto, mucho desahogo presentados como poesía) lo mismo que puede ocurrir con el ensayo, al que se le supone mayor profundidad filosófica.
Decía el gran Ramón Gaya que pintar no consiste en poner cosas sino, al revés, en quitar, en ir quitando, hasta dejar limpio el 'tema', hasta llegar a lo esencial. Él detestaba todo eso que llamaba el juego infantil o juvenil de la pintura, convertida en un artefacto más. Eso me ocurre a mí con la literatura, con lo 'propio' de la literatura. Y no diré qué es lo propio de la novela para no molestar a los novelistas, que hay muchas novelas maravillosas.
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Toda esa parafernalia verbal que envuelve a lo esencial desaparece, sin embargo, en el caso de los cuentos infantiles, sean de tradición oral o escritos. Pero, claro, escribir un buen relato o cuento infantil es lo más difícil de la literatura. Con mucha diferencia. Y no escribo todo esto para que estén de acuerdo conmigo, quizás sí para invitarles a pensar conmigo.
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