En la reciente crisis institucional, izquierda y derecha se han acusado mutuamente de haber traspasado líneas rojas, adentrándose en el terreno de lo inaceptable.
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... La izquierda acusa a la derecha de tener bloqueada la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, en espera de una situación propicia para aumentar o mantener su cuota de control en ambas instituciones mediante magistrados afines, y le hace responsable último de la paralización de las modificaciones legislativas propugnadas por el Gobierno de Pedro Sánchez. La derecha acusa a la izquierda de utilizar atajos legislativos para sacar adelante todo un paquete de medidas que incluyen la supresión del delito de sedición y la reforma del delito de malversación, así como un nuevo procedimiento para la elección de los miembros del CGPJ y del TC, sin informes de los órganos consultivos ni una tramitación parlamentaria sosegada, como correspondería a asuntos de tanta trascendencia.
Líneas rojas, política y éticamente reprobables, franqueadas sin pudor en pos del poder o del mantenimiento del poder, como tantas otras protagonizadas durante años por ambos bloques, que han ido mermando la calidad de nuestro sistema democrático, propiciando un escenario en el que lo insólito se hace posible.
Línea roja es cuando la democracia deviene en una partitocracia que lo contamina todo y se hace con el control de los contrapesos del poder como son los órganos judiciales o los medios de comunicación.
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Línea roja es cuando los partidos políticos, en vez de escuelas de democracia, se convierten en instrumentos de poder al servicio de una élite que arrincona y persigue al discrepante, y convierten los mecanismos de participación, como las primarias, en meras operaciones de maquillaje.
Línea roja es ese bipartidismo irreconciliable, que favorece el frentismo y alimenta la crispación, incapaz de alcanzar grandes pactos de Estado o de modificar una ley electoral que convierte al Gobierno de la nación en rehén permanente de los nacionalistas.
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Línea roja es que, pese a los múltiples y sonados casos de corrupción y la repulsa que provoca en los ciudadanos, nuestros políticos no hayan arbitrado medidas más exigentes para combatirla, ni consentido la tipificación como delito del despilfarro de fondos públicos, sumideros por los que se pierden miles de millones de euros –necesarios en sectores clave como el empleo, la sanidad, la educación o el bienestar social–, que lastran el presente e hipotecan el futuro de las nuevas generaciones.
Línea roja es que se sigan desactivando los mecanismos de control, y favoreciendo una mayor impunidad y una menor calidad democrática, en vez de crear un código de honorabilidad, que establezca la responsabilidad política y la posible inhabilitación del político que incurriese en una conducta reprobable, como pasos imprescindibles para la necesaria dignificación de la clase política.
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En este contexto el Gobierno de España ha apoyado la reforma del delito de malversación y la supresión del delito de sedición, guiado no por el interés general, sino como un traje a la medida de líderes independentistas, por exigencia de sus socios de investidura a cambio de su apoyo.
La primera propuesta es abono para la corrupción y el despilfarro –en lugar de combatirlos, se favorecen– porque la reforma descarga la pena por malversar fondos públicos si no hay ánimo de lucro. Respecto a la segunda, me pregunto qué pensarán los centenares de servidores públicos que, jugándose su integridad física, defendieron el orden constitucional en las calles, en los despachos y en los tribunales, el 1 de octubre de 2017, durante la celebración del referéndum ilegal sobre la independencia de Cataluña –el mayor desafío a la convivencia pacífica y democrática de nuestro país desde el 23-F– y cuál será su actitud cuando sean requeridos nuevamente para hacerlo.
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Son nuevas líneas rojas traspasadas, que han derivado en una crisis institucional preocupante, porque no se trata de un episodio más, por trascendente que sea, de lucha por el poder, sino de una escalada en el incesante proceso de deterioro de nuestra democracia, con consecuencias nefastas: el aumento de la deslegitimación social, que ya no cuestiona solo la actuación de nuestros devaluados políticos, sino, lo que es más grave, el funcionamiento y la razón de ser de algunas de nuestras instituciones.
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