Yo sé que un entierro es una ocasión especial en España que aquí juega en la misma liga de las citas románticas y las cenas de promoción de antiguos alumnos. Es decir, una especie de celebración donde se aprovecha para sobarse y reír mucho a ... la salud de los que no están (los exnovios, los muertos), para el zamarreo y los chistes. Yo no sé si es cierto eso que aseguran de que «en España enterramos muy bien»; en España hablamos muy bien de los vivos solo desde el preciso momento en que dejan de estarlo. Porque luego los entierros con demasiada frecuencia son indistinguibles de una comida navideña de empresa. Pero hay otros países habitados por gente menos digamos expansiva, como Inglaterra, donde un funeral, más si es de Estado, es un evento tan formal, tan serio y tan sentido que ni siquiera está del todo bien visto llorar.

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Cuando se mató mi amigo el parlamentario de los Comunes Gus Robinson lo primero que hizo su hijo en el atril es revelar a la concurrencia que su padre se había suicidado, y no se oyó un quejido. Sabida es la anécdota inglesa del entierro donde afearon a la viuda que se lamentara con exceso de gesticulación: «Por favor, deja de derramar lágrimas, ¡ni que fuésemos italianos!». Tía Lilibeth, que llevó el nombre de Isabel II, ha muerto y su querido sobrino español Juanito, el emérito, es de las poquísimas personas legitimadas en verdad para asistir a su entierro, elegante y sinceramente condolido, íntimo, fuera del paripé oficial. La tatarabuela Victoria lo ve todo. El Gobierno de España puede ir como puede no ir, es igual y en Buckingham Palace también les es igual. La invitación cursada al Gobierno de España no es más que una formalidad como la que se ha hecho al Gobierno de Leshoto, que no sé si aún existe el país de Lesoto porque en África se cambian los nombres de países cada semana. Así parece que lo ha entendido el presidente Pedro Sánchez, que es de todo menos tonto (de todo lo peor, me refiero), que dicen enviará, en lugar de su augusta persona, a un ministro y no sé si al embajador. Como si manda al último de sus asesores. Da lo mismo. Ni está ni le esperan, y si está es como si no estuviera. Quien puede, debe y quiere estar, y más importante, a quien pueden, deben y quieren esperar en Buckingham Palace es el Rey Felipe VI y a la Reina Letizia. Pero sobre todo al querido sobrino Juanito, a quien han puesto hasta coche oficial británico.

No es al Gobierno de España y ni siquiera al Rey Felipe VI al que le corresponde decidir si Juanito puede o no ir al entierro de la tía Lilibeth, cómo debe ser tratado o dónde lo colocan. Le corresponde a la propia difunta tía Lilibeth, que por evidentes problemas de salud ha tenido que delegar sus deseos postreros, que afortunadamente se han cumplido. Esperemos que nuestro emérito, educado por su padre, que fue marino de la Royal Navy, contenga aquellas lágrimas sinceras que dejó caer por ejemplo en el funeral del rey de Marruecos Hassan II; en otras palabras, que en Inglaterra no haga el italiano, aunque naciese en Roma.

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