La reciente decisión judicial de imponer un tratamiento llamado ozonoterapia –cuya eficacia no se ha probado con evidencia científica– en un enfermo hospitalizado grave con Covid ha suscitado una gran polémica. De generalizarse la medida en otras situaciones clínicas –esperemos que no– semejante dictamen introduce ... una variable tan extraña como sorprendente, en la especial y delicada relación entre médico y enfermo. Una situación inédita a lo largo de la historia de la medicina, al inmiscuirse entre ambos un tercer actor, con capacidad de decisión legal para indicar un determinado tratamiento. La incertidumbre es consustancial con la práctica médica cotidiana, obligado como está el médico a tener que decidir entre varias posibilidades para tratar a un enfermo. Cualquier intervención está sujeta a las influencias derivadas de la variabilidad biológica de cada cuerpo humano. Como ejemplo común, entre tantos, está la disyuntiva entre tratar un proceso solo con medicinas o decantarse por una intervención quirúrgica, con todas las salvedades requeridas. Optar por la opción más rentable es obvio. Será aquella que, de acuerdo con las características individuales del paciente, alcance el mejor resultado con las mínimas complicaciones secundarias. De ahí el tópico recurrente de que no hay enfermedades a las que tratar con etiquetas esquemáticas de aplicación universal, sino enfermos concretos, individuales.
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El consejo médico se basa en aplicar en cada contexto la mejor evidencia científica disponible. También en la experiencia del médico valorando ese intangible, como puede ser el arte de la medicina, sin que decanten la balanza convicciones ni prejuicios. Ahora, además, es decisiva la opinión del propio enfermo –y en determinadas situaciones sus allegados– en razón del conocido consentimiento informado, al que se llega tras una información clara, ajustada y exhaustiva, analizando pros y contras para elegir con libertad. Esa elección abarca todo el espectro de posibilidades. Desde la negativa absoluta a cualquier forma de tratamiento, hasta la más frecuente, que deja en manos del medico la decisión. Siempre después de una explicación pormenorizada.
La resolución de imponer un tratamiento contra el criterio de los médicos responsables representa una distorsión terapéutica descomunal. Llama la atención tan controvertida y decidida apuesta judicial, sin el soporte de datos que corroboren su eficacia, como asimismo la posibilidad de que a su vez provoque efectos secundarios graves e incontrolables. Vaya usted a saber. Versados como estamos con la pandemia sobre combinaciones de medicamentos, en un intento de detener la progresión de gravedad, aun hoy persisten áreas de controversia sobre la mejor medida a emplear. Cabe, pues, en esta tesitura preguntarse sobre qué resultados se sustenta esa innovadora técnica, en cuántos enfermos y en qué condiciones se ha utilizado. Si su eficacia se ha comparado con otro grupo de enfermos sin tratar con este recurso. Son preguntas esenciales que se formulan antes de introducir cualquier nuevo medicamento. Lo habitual es analizar, en diversas fases de ensayos clínicos, la eficacia y ausencia de complicaciones, antes de introducir su aplicación con carácter universal. Sin fiarse de una súbita inspiración o basándose en casos anecdóticos ocasionales. Movidos por una loable intención, pero que pueden alterar la acción de las medicinas convencionales.
Resulta evidente el delicado papel de los jueces, ante la tesitura de tener que dirimir con equidad cuestiones de compleja especialización, gobernadas por alternativas difíciles de encajar en la simple relación entre causa y efecto. Con el apoyo de informes periciales, una cuestión sobre la que que no cabria discusión, si bien suelen diferir con frecuencia en sus apreciaciones. Ocurre que no se trata de hechos indiscutibles, de una claridad meridiana, o blanco o negro, sino que hay una amplia escala de grises para clarificar cuestiones con la simplicidad necesaria para responder con precisión a los interrogantes.
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El conocimiento no es una realidad estática e inamovible. Es algo en continua progresión. De haberse probado –con los requisitos apuntados– los beneficios de esta terapéutica, se supone que se habría empleado con largueza en algunos de los millones de infectados. Porque esa misma práctica médica, en cierta medida cuestionada por la intromisión, no rechaza ninguna nueva apuesta de interés. Siempre y cuando los procedimientos para autorizarla se ajusten a los mismos requisitos que, hasta la fecha, han hecho posible tratar con éxito enfermedades irremediables. En esto se fundamentan los trasplantes de órganos. La misma fórmula que logra supervivencias prolongadas y curaciones progresivas en enfermos de cáncer. O la que se atreve a intervenciones quirúrgicas asombrosas, propias de la ciencia ficción. Siempre a través de unos principios claros, de ensayo y error, más allá de casos anecdóticos, y no contrastados. Con estas premisas, cualquier tratamiento eficaz puede ser introducido para ser aplicado sin restricciones. Pero, por ahora, no parece ser el caso.
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