Jamás había visto a toda esa gente viendo la procesión del pasado Jueves Santo, en que no dan caramelos. A todos esos agnósticos. Multiplicaban por diez a los asistentes en esa fecha, en cualquier otro año de mi vida. No era sólo las ganas atrasadas ... tras dos Semanas Santas sin este tipo de ceremonias. Eso sólo explicaría la presencia de los de siempre y también estaban los de nunca.
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Me estremeció contemplar que, por fin, el siglo XXI se ha transformado en cierto modo en la profecía que hizo cierto intelectual francés: «el siglo XXI será espiritual o no será». Igual que el siglo XX empezó con la Gran Guerra en 1914, con probabilidad el siglo XXI acaba de comenzar pasado el segundo decenio. Lo espeluznante es que la gente ya no busca respuestas, sino, más grave, las preguntas. Preguntarnos, a riesgo de respondernos. Ante el silencio de Dios, la gente ha dado por imposible saber quiénes somos, adónde vamos, etc. Aterrorizados, sin querer pensar en ello, por los tambores que anuncian la era que se abate sobre nosotros, algo que se ve en el hígado necrosado de las ocas sagradas del Capitolio, no sabemos si podemos escuchar respuestas. No debimos preguntar. Cuando el miedo no templa sino que retuerce el alma, estado exacto de la actual sociedad, no estamos preparados para la verdad. Y sin embargo toda esa gente que nunca había estado en esa procesión oscura de la noche en la que se nos decía, de niños, aquello de «no juguéis, que está muerto el Señor», esperaba, este año, de un modo difuso, un signo. Lo terrible de estos tiempos es que ya no estamos en la Edad Media, cuando el Pueblo no aguardaba a la esperanza precisamente porque ya estaban en la esperanza. Se soportaba la vida esperando que terminara. En la Edad Media el paso por la Tierra tenía poco significado. Era un Valle de Lágrimas entre dos montañas resplandecientes como diamante: antes del nacimiento y después de bajar a la fosa, la eternidad junto al Padre sólo interrumpida por un breve y difícil período de tiempo como mortales. En las pestes o guerras el Pueblo solía refugiarse en las catedrales, pero no para que Dios les indicara qué debían preguntarse, porque la existencia de una vida eterna se daba por supuesta. Lo que ahora pone la piel de gallina es que, sí, había recogimiento en todas esas caras, el otro día, pero era una expresión que no recubría ninguna convicción moral. No había esperanza detrás. Sólo instinto, poniéndonos en manos de algo trascendente en lo que en realidad no creemos.
Dios no quiere responder a grandes cuestiones y por eso siempre ha guardado silencio. No debemos intentarlo más. Pensé, en la procesión del pasado Jueves Santo, que a lo mejor el misticismo contemporáneo vendrá de dejar de buscar a Dios si no quiere que se le encuentre. Vendrá de no esperar respuestas elevando la vista al cielo, y sólo preguntarnos algo si estamos preparados, que no lo estamos. La filosofía hermética mantenía la tesis de que Jesucristo lo que nos quiso transmitir es que no hay un Dios externo y lejano, que Dios somos todos nosotros. Nos espera la cruz. Y luego la vida, como una partícula más del Universo.
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