Cuando lean ustedes este artículo seguramente ya estará lejano ese duelo 'fast food' que, ahora que no hay tiempo para nada, hemos establecido para las ... condolencias por una pérdida: un par de 'DEPs' en redes, nombrar alguna obra transcendente del muerto, poner, con mucho sentimiento, un emoji de una carita con lágrima y… En pocas horas, cuando todo el mundo haya dejado claro que no es insensible a la pérdida, cuando los suertudos que tuvieran una foto con el finado la han puesto en su Instagram; cuando se hayan agotado los 'Feliz viaje', los 'Que la tierra te sea leve' o los 'Vuela alto, genio', ir a otra cosa, volver a la pelea de tigres con guantes acolchados en la que pasamos el tiempo plácida e indoloramente.
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Quizá por eso, porque ya no será nada para muchos, porque ya suena extemporáneo y, seguro, innecesario, me apetece contarles lo mucho que es para mí Gene Hackman porque, durante esos días/horas de dolientes fingidos, yo he sido el niño que se queda en la esquina del tanatorio escondido porque su dolor era real, y el dolor, cuando es por dentro, es más fuerte, no se cura con decírselo a la gente.
Me resulta muy difícil saber cuándo Gene me cautivó, sé de buena tinta que la primera vez que le vi fue haciendo de Lex Luthor, pero también sé que no fue hasta que vi 'La noche se mueve' que no supe de su fuerza, de su capacidad para la ambigüedad, para representar a tipos que, sin ser realmente buenos, tampoco te dejaban encasillarlos en el cajón de los buenos. 'La noche se mueve' me enseñó a querer a mi padre a pesar de ser, ya ven, algo más que una figura, a pesar de ser, vaya por Dios, una persona. Aquella película, aquel Gene, hacía cosas honestas pero sin dejar claro si era por obligación, lo más lejos posible del héroe férreo de altos ideales. Aquel Gene era una persona en unas circunstancias tratando, a veces sin éxito, de hacer lo correcto sin saber muy bien qué era exactamente eso de 'lo correcto'.
Y seguí viéndole en 'La conversación', en 'Al caer el sol', en 'Million Dollar Baby' y un día, sin orden cronológico, porque las películas llegan a tu vida cuando llegan, me tropecé con 'French Connection'. Y, si antes me había ayudado a entender a mi padre, aquel Popeye Doyle me explicó algo más necesario: me explicó a mí mismo. Me dio un beso en la frente y me calmó las culpas de todas aquellas cosas que había hecho mal por debilidad, por incapacidad, por ignorancia. Popeye me enseñó que hay una base buena o mala en la entraña de uno y que, si tienes la buena, probablemente acabarás haciendo algo bueno, no para la humanidad, pero sí, a lo mejor, para el pequeño universo que eres capaz de cambiar, como aquel parque de columpios que el protagonista de Vivir de Kurosawa logra para, apenas, 30 niños. French Connetion tiene una segunda parte en la que aún se acentúa ese mensaje balsámico para mí. Mantén la base honesta hasta en los momentos más turbios de tu existencia, porque será probablemente la única cuerda que te saque del pozo de una cama sudada y oscura.
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Habría llenado esta columna de títulos en los que Gene me hizo entender mejor al no guapo, al potencialmente malo, al paleto peligroso, al que no se asume, al que sonríe mientras mata o mientras muere, al que llora mientras se masturba.
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