El manuscrito perdido de Echegaray y la Consejería
Tal vez Cultura debería haber iniciado la siempre compleja burocracia oficial, para adquirir el manuscrito perdido, que tiene un precio más que módico
Hace algunas semanas, un periódico de tirada nacional recogía la noticia sorprendente sobre un manuscrito original de José Echegaray –el primer Nobel español en Literatura–, ... que llevaba veinte años puesto a la venta en internet sin que nadie se haya interesado nunca por su adquisición. Echegaray fue una personalidad singular en la 2ª mitad de nuestro convulso siglo XIX. Formado como ingeniero de caminos y prestigioso matemático, desempeñó la cátedra de Física Matemática en la actual Universidad Complutense. También llegó a ejercer como ministro de Fomento y Hacienda. A pesar de esta sólida vocación científica y técnica, la literatura era una de sus pasiones ocultas irrefrenables, plasmada en truculentos melodramas, quizá precursores de los posteriores culebrones en serie, que tuvieron cierto éxito popular. No debería extrañarnos esta inclinación científico-humanista de honda tradición cultural española, reflejada en figuras como Baroja, Marañón, Laín Entralgo o el propio Ramón y Cajal. Un servidor, en su modestia, también ha procurado cultivar esta corriente conocida como 'Las dos culturas'.
Lo que sin duda resulta más asombroso es que una obra juzgada como de ínfima calidad, sin ningún valor literario y hoy prácticamente desconocida, mereciera el máximo galardón universal. Ya entonces, la concesión del Nobel a Echegaray fue duramente criticada en España. Particularmente severo fue el rechazo de los escritores del 98, entre cuyos miembros hubo varios candidatos con méritos más que suficientes. Tampoco puede juzgarse como anómala tal decisión: a lo largo de su historia, han sido más que discutibles ciertas elecciones del jurado del Nobel en Literatura y clamorosos sus olvidos. Recordemos, por ejemplo, que Winston Churchill figura entre los galardonados, y Borges entre los elegibles perpetuos sin recompensa. Asimismo, varios nombres premiados recientemente han suscitado sorpresa, cuando no agrias protestas.
En todo caso, distintas fuentes –que no reproduzco aquí al no tener constancia de su veracidad– sugieren que la elección de Echegaray no respondió a criterios de estricto valor literario, sino que en el proceso hubo intromisiones de orden económico y político (así mal llamado), que influyeron decisivamente en la decisión final de la academia sueca. Sí parece comprobado que sus actuaciones ministeriales favorecieron irregularmente los intereses de ciertas potencias extranjeras que, a cambio, tenían capacidad suficiente para orientar las resoluciones de importantes comités internacionales.
A todo esto, quizá se preguntarán ustedes por qué he incluido a la Consejería murciana de Cultura en este embrollo. La razón radica en la importante vinculación que Echegaray tuvo con Murcia. Aquí pasó parte de su infancia porque su padre fue profesor del Instituto de 2ª Enseñanza –predecesor del actual Alfonso X– asistiendo al mismo como bachiller. Posteriormente y ya siendo ministro, Echegaray presidió en 1869 la inauguración de la efímera Universidad Libre de Murcia. Por ello, y como la búsqueda obsesiva de personalidades regionales descollantes viene auspiciada por la atmósfera patriotera de las autonomías, tal vez la Consejería regional de Cultura debería haber iniciado la siempre compleja burocracia oficial, para adquirir el aludido manuscrito perdido de Echegaray, que tiene un precio más que módico.
Pero no sería justo cargar las tintas contra los altos y bajos cargos de la Consejería y su cohorte de asesores. Sin duda estarán enfrascados en tareas de mayor enjundia para elevar la cultura de Murcia hasta las cimas máximas de prestigio y referente mundial, aunque el lustre no se vea por ningún lado y luego la ciudadanía de a pie no tengamos eventos de interés que llevarnos a la boca. Es otra de las muchas contradicciones de este insolidario y ruinoso estado autonómico que padecemos y encima nos obligan a sostener, asfixiados de impuestos al servicio de los cabecillas locales de los partidos políticos.
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