Treinta y seis años. Ni uno más. Eso vivió este icono de valentía y arte. Practicó la desobediencia sexual en plena represión franquista. Performer, artista, activista, andaluz. Se llamaba José Pérez Ocaña y encarnaba lo mejor de los 80. La rebeldía y la osadía. Le ... cantó Carlos Cano: era malvaloca de querer, cerveza en boca, los ojos café. Y qué bonita pintaba la ilusión, y qué bonita cantando en su balcón.

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La Ocaña, que así se hacía llamar, amaba las procesiones. Se ponía su peineta y su mantilla y disfrutaba del jolgorio y la vida. Decía que las procesiones son una forma de desinhibirse de la rutina. Las procesiones son la manifestación más pagana de la religión. En ellas hay música, imágenes de madera, flores, cirios y en las nuestras, caramelos, monas y hasta comida de verdad en el paso de la Última Cena. Ese es el espíritu de La Ocaña. Vitalista a más no poder. Canta, arrebatada a su virgen de la Asunción -«flores, claveles, rosas y nardos 'pa' ti, ¡Reina de los cielos!»-, grita desde su balcón, ataviada con mantilla. El 15 de agosto sale en procesión su Asunción gloriosa.

Exhibicionista y descarada, su arte y gracia luchaba contra la caspa y la grisura de un Estado que detestaba al diferente. Lanzaba tijeretazos a ese uniforme artificial que quería imponerse sobre todas las cosas. Pero ahí estaba José. Rompe costuras, deshilvana patrones militares, saca el colmillo con frescura. Se pasea vestido de señora a plena luz del día, ilumina las avenidas y arrastra multitudes. Todo es alegría y fiesta a su alrededor. Ocaña fue el origen del Queer español, coetáneo del punk y pionero como pocos de la lucha LGTB.

Me lo imagino abanderado de la fiesta del Orgullo en algún rincón de la eternidad

Sus disfraces ahondaban en la España negra retratada por Goya. El esperpento trasnochado quedaba de manifiesto en sus labios pintados, sus abanicos y mantillas negras. La Ocaña crea un improvisado teatro de calle, con la compañía de otros artistas y del público que siempre le amó. Fue un pionero, quizá sin saberlo, de la escena. La Ocaña arrastra multitudes. Señoras mayores, jóvenes, niños, madres con carrito. La fiesta familiar en el centro de Barcelona.

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La rambla era su escenario mágico. El lugar donde incomodaba a esos viandantes que aún veían con malos ojos su travestismo y osadía. El lugar donde se remangaba y enseñaba sus partes y luego le daba la mano amigablemente a las vecinas que le acompañaban, como el séquito que toda diva se merece. Cualquiera podía imaginar que todo aquello estaba preparado y anunciado. Pero eran eventos que se fraguaban en instantes. Es la España de los 80. No existía el móvil, ni las redes sociales. Quizá el boca a boca congregaba a tales multitudes.

Algún cámara ha grabado esos momentos. Pocos, para todos los que escenificó La Ocaña, que siempre enseñaba ese culo malvaloca del que estaba tan orgulloso. El sol de la rambla era una mezcla salvaje de artillería coplera, trajes de cuero y subversión. Toda la escena le gustaba, desde los conciertos a los carnavales de Vilanova i la Geltrú y su amada Andalucía.

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Hada del carnaval

Ocaña era de Cantillana, en Sevilla, de donde tuvo que escapar de jovencito para no morir de desprecio y tristeza. Años después, regresó. Quería ser el hada del carnaval. Una hada justiciera y reivindicativa que portaba un sol de papel maché.

El sol era poca cosa, así que La Ocaña le adosó unas bengalas esplendorosas, que prendieron en el disfraz y quemaron a José de forma grave. La fiesta terminó. Si bien las quemaduras se fueron curando poco a poco, su organismo se debilitaba y aprovechó para resurgir una antigua hepatitis que le impidió seguir con vida.

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El de los ojos café, como cantase Carlos Cano, el que bonita pintaba la ilusión, el que regaba la rosa y regaba el clavel, se fue con 36 años. Ni uno más. Este 2022 habría cumplido 75. Me lo imagino, abanderado de la fiesta del Orgullo en algún rincón de la eternidad, con su Asunción adorada. Los soles resplandecientes tienen la vida intensa. Llenan las calles de alegría. Saben que su lucha no es en vano. Saben que el rancio se marchará y que el arte siempre prevalece. La rambla siempre le echa de menos.

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