Un padre turco abraza a su bebé muerto y llora con una angustia que desgarra. Lo estrecha con fuerza contra su cuerpo para sentir el ... rastro de su calor y grita al cielo pidiendo explicaciones con un lamento inconsolable. En un gesto instintivo, arropa al niño con una manta sucia, como si el pequeño todavía pudiera sentir el frío, como si notara la nieve cayendo sobre su rostro. Es el retrato de una Piedad a la que le han arrancado la belleza y solo ha quedado el drama. No es posible un dolor más insoportable. No lo hay.
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En apenas unos segundos, un temblor de 7,8 grados derrumbó Siria y Turquía robando miles de almas anónimas, enterrándolas bajo los muros de sus propias casas. Traidora y sucia, la tierra abrió una herida profunda, robando el futuro a cambio de muerte. Lo hizo como lo hacen los ladrones, amparada por la noche, cuando las familias duermen, sin previo aviso. El terremoto robó en segundos miles de historias de amor adolescente, de promesas inacabadas, de sueños por cumplir. Robó la esperanza y la inocencia.
No solo robó vidas. Cuando la tierra tembló, de repente, desapareció de aquel lugar todo rastro de ideologías, banderas, religiones y razas. Solo quedó gente ayudando a gente. Los voluntarios de todos los rincones del mundo se desnudaron en la frontera de todos los artificios culturales que, tantas veces, solo son excusas para enfrentarnos. Cuando la naturaleza golpea con esta fuerza, el ser humano se quita la venda de los ojos y mira a los otros seres humanos sin cuestionar nada ni a nadie.
Pero esta gigantesca tragedia no nos robó todo. No pudo llevarse la emoción infinita de ver la vida asomando entre los escombros, como la de aquel pequeño que, después de 130 horas, recibe a sus rescatadores con una deliciosa carcajada infantil, una risa que contagia a sus liberadores y que, por unos minutos, tapa la oscuridad para dejar pasar un poco de luz. Él todavía no sabe que es un milagro. No sabe que todos los esfuerzos valieron la pena porque él está vivo y por esa sonrisa.
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La tierra no consiguió robarnos a Nour, la niña milagro de Siria que, todavía enterrada, mira confundida a sus rescatadores sin entender nada, mientras alguien le dice «Papá está aquí, no tengas miedo». Ni al pequeño Muhammed, que sonríe cuando el equipo de rescate le ofrece un tapón de agua después de 50 horas bajo los escombros. O Mariam, la niña que protegía a su hermana con una mano mientras prometía a su liberador que, si las sacaban de allí, «sería su amiga toda su vida».
Nadie pudo robar el drama de ese niño sin nombre, unido todavía al cordón umbilical de su madre muerta a su lado, junto con el resto de su familia. Miles de personas de todo el mundo se lanzaron a adoptarle para que nunca le falten los abrazos y el cariño que la tierra le robó. Un terremoto removió la tierra para tragar la vida de miles de inocentes que no verán la gigantesca ola de solidaridad y de amor que su desgracia ha precipitado. Nadie puede robar todo aquello que nos hace verdaderamente humanos.
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Decía Hugh Grant en 'Love Actually' que, cuando se sentía pesimista, pensaba en la puerta de llegadas del aeropuerto de Heathrow porque aquel lugar, decía, le recordaba que «el amor está en todas partes». Y es cierto. Pero no allí. Prefiero pensar que el amor más auténtico se encuentra bajo los cimientos de un edificio colapsado en Adana, en el que un militar de un país lejano, que ha dejado a su familia y ha cogido el primer avión sin pensarlo dos veces, repta durante horas bajo un edificio derruido para alcanzar con su mano los dedos de una muchacha a la que no ha visto nunca, hasta que la arrastra a la luz y la devuelve a la vida. Y cuando consigue sacarla, la abraza emocionado como si fuera su propia hija. Este lugar, justo este lugar y ningún otro, es el verdadero epicentro del amor más puro de todos, un amor anónimo y desinteresado. El amor a quien no conoces. Nadie va a poder robarnos eso.
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