«¡Cuán gritan esos malditos!», lamentaba el Tenorio en el clásico de Zorrilla. Gritaban entonces y gritan ahora porque seguimos siendo un país de gente ... que no deja de gritar. Solo hay que asomarse a un lugar público para darse cuenta. Conversamos en voz alta, reímos en voz alta y hasta criticamos en voz alta porque creemos que, solo de este modo, alguien nos va a escuchar. Pero, cada cierto tiempo, el volumen social del grito se dispara y estallan los sonómetros públicos. Es la señal inequívoca de la cercanía de una cita electoral. Comienza el circo.

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Gritar es fácil. Elevas la voz y, casi de inmediato, cualquier mensaje simplón se convierte en una verdad irrefutable. La verdad sagrada. Las tablas de la ley. Gritar tapa el resto de voces que no quieres escuchar. Justo por eso, los políticos gritan todo el tiempo, para advertirnos de los peligros de escuchar otras voces, de pensar distinto, de opinar de otro modo. Los políticos gritan hasta lo cómico porque la estridencia funciona. El ataque, la descalificación y el insulto, también. Lo importante es hacer ruido, que se les vea. Gritar es parte de la escenografía política y oculta el resto de carencias del candidato y del partido.

Nos esperan largos meses plagados de gritos recordándonos que estas son unas elecciones históricas y que nos jugamos el futuro. Y es cierto. Nos jugamos el futuro. El suyo, claro. El de los políticos. Debemos estar dispuestos a soportar todo un rosario de lugares comunes, de frases hechas, de soflamas y de discursos hiperbólicos adornados de cierta mística electoral para convencernos de todas esas cosas tan importantes que ya habíamos conseguido olvidar durante los últimos 4 años.

Elevas la voz y, casi de inmediato, cualquier mensaje simplón se convierte en una verdad irrefutable

Las campañas electorales son solo el 'round' final del combate político de todos los días, una pelea dialéctica inagotable que solo busca la visibilidad a toda costa. Todo un 'show' protagonizado por un grupo de personas que disimulan mal sus ansias por ocupar un confortable sillón a resguardo de las inclemencias del mercado laboral. Son honrosas las excepciones de aquellos que realmente aparcan su carrera profesional o una vida cómoda para arrimar el hombro en la cosa pública. Nos hemos acostumbrado a que rijan nuestros destinos un montón de personas que, fuera de la política, tendrían serios problemas de supervivencia laboral. Políticos profesionales debería ser una anomalía. Pero es la norma.

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Es fácil corroborar esta apreciación. Basta una investigación superficial de nuestros presidentes autonómicos para darse cuenta de que solo 10 de los 19 mandatarios actuales pueden demostrar una ocupación fuera de la política, por breve que haya sido. Es decir, casi la mitad de los presidentes regionales no saben lo que es trabajar al margen de la política. No lo han hecho nunca. Solo este dato debería hacernos reflexionar.

No solo eso. La tercera parte de los presidentes llevan ocupando un cargo público desde los años 80, nada menos. Cuatro décadas. Y una docena de ellos ocupan un puesto político bien remunerado, de forma continuada, desde el siglo XX, más de 24 años. Son cifras que rozan lo esperpéntico. En su conjunto, los presidentes autonómicos actuales suman 465 años dedicados por completo a la política. Casi cinco siglos de sueldos públicos acumulados en docena y media de personas.

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Nuestros políticos han puesto de moda el grito y la ofensa como estrategia electoral porque saben que en el barro es más difícil distinguir la realidad de las opiniones, los hechos de la ideología, el interés público y el suyo propio. Por eso la política es hoy poco más que derrotar al adversario con las armas que sea. Hay muy poca belleza en todo este circo, muy poca virtud. En su lugar, hay mucha dialéctica encendida y hueca entre todos aquellos a los que un mal resultado laboral les dejaría en la intemperie laboral, con el único abrigo de su competencia profesional, si la hubiera, y muy lejos del lugar donde se reparten cargos al calor del dinero público. Ese rincón resguardado del frío exterior al que, en demasiadas ocasiones, han llegado a base de pancartas, mítines y campañas, pensamiento raso, dogmatismo básico y obediencia al amo. Y muchos gritos.

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