Atodos nos falta algo. Un amigo, un padre, una compañera, un recuerdo. A todos nos falta alguna explicación a tiempo o un abrazo a deshora, ... unas llaves abriendo la puerta, un billete de vuelta, una cicatriz en carne viva. Todos tenemos un hueco que ha quedado vacío a la espera de volver a llenarlo o a cerrarlo con llave para siempre.
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Nos falta el pasado. Nos falta siempre el pasado. Aquel territorio lejano en el que la felicidad era lo cotidiano y lo cotidiano era la felicidad. Donde todo era fácil. Bastaba con pintar unas líneas sobre la acera o elegir el helado más grande del mostrador. Aquel lugar nos ofrecía todo y cualquier cosa era suficiente. Cada día era una aventura y todo nos pasaba por primera vez.
Cuanto más nos alejamos de nuestros recuerdos, más poderosos se vuelven y más grandes. El pasado es un territorio que nunca deja de crecer para, de este modo, poder ir almacenando en él todas nuestras nostalgias. Alguien decía que la infancia es la única patria a la que siempre queremos volver. Y debe ser así porque nos da igual saber que todo lo que almacenamos en nuestra cabeza sean recuerdos manipulados o una versión remasterizada de nuestra vida. A quién le importa. Creo que todos nos quedaríamos a vivir en aquel lugar.
A medida que pasa el tiempo nos van faltando más cosas y los huecos se hacen más grandes. Nos damos cuenta en la medida en la que se marchan, uno a uno, todas las personas que fueron dando forma a lo que somos ahora. Desaparecen poco a poco aquellos que idolatrábamos en nuestra infancia en los escenarios, en la pantalla del televisor, en los cines o en los libros. Se van nuestros ídolos de juventud y se va quedando vacío el parnaso. Llegan para sustituirlos un grupo de usurpadores que nunca están a la altura y que manchan la memoria de todo aquello que era bueno en la música, en la literatura, en el cine y en el arte. Y ya no recordamos en qué momento pasamos de aquello a esto.
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Pero, sobre todo, se van los nuestros, la gente que nos llamaba para preguntarnos qué has comido hoy, los que iban a la iglesia con profunda devoción cuando llegaban nuestros exámenes, los que llenaban la mesa familiar en Navidad. Sus sillas las ocupan otros pero la orfandad es ya definitiva.
Muchas veces no somos conscientes de nuestros huecos vacíos hasta que algo ocurre y nos lo muestra. Puede ser algo o puede ser alguien. Pero, en cuanto irrumpe en nuestra vida, lo reconocemos, y es como si la maquinaria comenzase a carburar, como si el tablero se iluminara mágicamente como en una partida de Jumanji y todas las piezas cobraran vida. He tenido esa sensación algunas veces en mi vida y recuerdo haberme sentido inmortal, invencible. Ocurre con un hijo, ocurre con algunas parejas, ocurre con el trabajo de tu vida. Ocurre muy de vez en cuando y hay gente a la que nunca le ocurre.
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Por el contrario, algunas veces sí que somos conscientes de nuestro vacío, pero no acertamos a saber cómo llenarlo. Es una sensación pegajosa, pesada. Notamos ese incómodo agujero en la suela del zapato que nos hace más difícil el viaje porque nos molesta al caminar. Podemos seguir andando, claro, pero nos gustaría cambiar de zapatos o cambiar de sendero. O, simplemente, ir más despacio, dejar de mirar a nuestros pies y comenzar a observar el paisaje.
A todos los que leen estas líneas les ha hecho falta alguna vez un «tú me completas» al estilo Jerry McGuire al que siempre tendría que seguirle un «Ya me tenías con el hola». A cualquiera de nosotros nos vendría bien una rima consonante para nuestro relato, una bonita rima de endecasílabos para que el verso no se quede ahí, suelto, desparejado, flotando entre frases desordenadas. Que cada uno busque su rima, la que encaje bien en su soneto, que le dé la forma definitiva para que suene bien y la recite al universo. Falta tanta poesía en este mundo apagado que no podemos permitirnos que se escape ni un soplo de inspiración, venga de donde venga.
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