En el año 1897, una niña de 8 años llamada Virginia O'Hanlon decide escribir al diario 'The Sun' de Nueva York, donde ella vive. ... Está triste y tiene una duda que le angustia. «Algunos de mis amiguitos», escribe en su carta, «dicen que Papá Noel no existe. Mi papá me ha dicho que eso será verdad si sale en el 'Sun'. Por favor, dígame la verdad, ¿existe Papá Noel?».
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'The Sun' respondió a la pequeña a través del propio editorial del periódico: «Sí, Virginia, Papá Noel existe». En aquel texto, uno de los más reproducidos de la historia del periodismo, el director del medio, Francis P. Church, quiso tranquilizar a Virginia asegurándole que Papá Noel era real y sus compañeros estaban equivocados: «Eso es tan cierto como que existe el amor y la generosidad y la devoción. ¡Ay, qué gris sería el mundo si no existiera Papá Noel! Entonces no existiría la fe infantil, ni la poesía, ni el romance, nada de lo que hace tolerable esta vida. Sólo disfrutaríamos con lo que se siente y se ve. Nadie puede concebir o imaginar la cantidad de maravillas que no se ven ni se dejan ver en el mundo».
Sólo hay un pequeño paso que separa el escepticismo y la ilusión, una línea muy fina. Un espacio que, con los años, dejamos de transitar, como si hacernos adultos consistiera en dejar de creer, en cerrar puertas y ventanas a todo aquello que no entendemos. Nos vamos dejando arrastrar hacia una madurez descreída, innecesariamente racional, en la que sólo nos detenemos en aquello que está comprobado o de lo que tenemos pruebas. Y nos permitimos, sin querer, separarnos poco a poco de los sueños sólo porque lo son. Al final, madurar nos aleja de los niños que fuimos y nos convierte en seres previsibles y aburridos.
El ser humano es, que sepamos, el único ser vivo capaz de trascender, de ir más allá de él mismo, utilizando su gigantesca capacidad para la creatividad, para la imaginación y la fe. Con esos ingredientes logra superar los límites del aquí y del ahora que nos impone la tozuda naturaleza. Esa es una de las cualidades que nos hace humanos y que nos ofrece la posibilidad de una vida más ancha. Por eso existe la literatura y el arte, la cultura, la poesía o la música y tantas otras cosas 'innecesarias' que consiguen colorear nuestra limitada existencia.
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La Navidad es uno de esos espacios que hemos robado a nuestra madurez, un tiempo que nos hemos permitido socialmente para aparcar la rutina y concentrarnos en la ilusión que tratamos de regalar a nuestros niños sin darnos cuenta de que lo que damos se nos devuelve por duplicado. La Navidad es dejar algo de fruta a los renos y comprobar a la mañana siguiente que no han dejado más que los restos, es redactar la carta a los reyes y dejar los zapatos al pie del árbol para que aparezcan llenos de regalos a la mañana siguiente. La Navidad es asegurar que sí, que yo también he escuchado unas pisadas por el pasillo esta noche.
Es posible que el comercio exagerado y la banalización de la sorpresa en la que muchos han convertido la Navidad hayan contaminado estos días transformándola en algo demasiado comercial. Es cierto. Es el precio a pagar a cambio de regalarnos un tiempo en el que la ilusión está legitimada, en el que los sueños se concretan y en el que parece que todos recuperamos la esencia de todo aquello que hacía que la vida fuera una oportunidad y no una obligación.
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La carta del director de 'The Sun' a Virginia se cerraba así: «Puedes abrir el sonajero de un niño para ver qué es lo que genera el ruido. Pero hay un velo que envuelve el mundo invisible que ni el nombre más fuerte podría rasgar. Sólo la fe, la fantasía, la poesía, el amor, el romance, pueden apartar esa cortina para ver e imaginar la belleza y la gloria supremas que hay al otro lado. ¿Y todo eso es real? Ay, Virginia, en todo este mundo no hay nada más real».
Papá Noel existe, claro que existe. Feliz Navidad.
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