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Cuando Clara tenía sólo unos meses comencé a escribirle un diario. Recuerdo que lo hice montado en un avión, en mitad del Atlántico, a 10. ... 000 metros de altura, en uno de esos cuadernos limpios y sencillos que te gustaría guardar en la estantería sin tocar. Comencé a escribirle porque escribirle era lo más parecido a estrecharla en mis brazos, a arroparla por la noche mientras ella cerraba los ojos y abrazaba su gasa. Aquella primera página se convirtió con los años en seis cuadernos en los que, año tras año, he narrado su vida, la he fotografiado en papel. Quería que toda su infancia pudiera lucir impoluta cuando cumpliera 18 años y yo pueda entregarle esos cuadernos.
Cuando llegue ese día y lea todas esas páginas, Clara volverá a ser aquel bebé risueño que hablaba todo el tiempo sin decir una palabra. Volverá a bailar agitando los brazos y doblando las rodillas siguiendo la música. Se pondrá de nuevo sus 'catones' rojos para caminar por el pasillo de casa y a abrazar fuerte mi cuello cada vez que algo le dé miedo. Cuando lea esas páginas, todo esto volverá a pasar por primera vez para ella. Ese es mi regalo.
Escribir es un acto de amor. Quizás por eso no dejo de escribir ni un solo día. Escribo a mi gente más íntima pero también a los desconocidos. Escribo a todos con la misma intensidad y emoción, tratando de que mis palabras les alcancen de algún modo. Para que encuentren en ellas una explicación o un consuelo, un desahogo o un entretenimiento. Algo en lo que pensar, un poco de sana melancolía o un chute de energía. Qué sé yo. Cada vez que escribo estoy mostrando mi amor por alguien. No es necesario que esa persona lo sepa nunca.
Escribir es también un acto de amor hacia uno mismo, porque desentumece el espíritu y libera el alma. Es un exorcismo de tus propios demonios. Cada palabra, cada letra, arrancan desde el centro mismo del corazón para arrasar con todo lo feo que trata de anidar en tu interior. Y yo trato de expulsarlo con mis palabras para que se vaya lejos, muy lejos. Las palabras nos explican y nos ayudan a entender lo que sucede cerca. Por eso escribo, porque cada vez que lo hago, empiezo a entender un poco más todo lo que ocurre a mi alrededor y, de ese modo, he dado el primer paso para aceptar. Escribo para comprenderme y para sanar. Para enfrentarme a lo inevitable y recordarme que todo es como debe ser.
Mi amigo Paco escribe a su mujer una poesía todos los meses desde hace años. No lo hace porque ella se lo pida y bien podría no hacerlo. Pero él lo hace y, con ello, sin cambiar nada, lo cambia todo. Las palabras tienen un poder inmenso para transformar la realidad, para cambiar a quien las recibe y también a quien las escribe. Las palabras no caducan nunca.
Todos deberíamos escribirnos más, unos a otros, mensajes cariñosos, cartas de amor, buenos deseos, palabras de aprecio. Un agradecimiento, un recuerdo del pasado, una alegría compartida, cualquier cosa. Da igual la forma que elijamos: un mensaje en WhatsApp, un papel en la nevera, una carta enviada al buzón.
Deberíamos llenar el mundo de mensajes bonitos que consigan que la tinta tape todo lo feo que nos rodea, la energía negra de las personas que destruyen, de la maldad, la envidia y la estupidez. Arrasar con todo. Comenzar a llenar las pizarras, las pantallas y los papeles de palabras bellas para regalar a quien las quiera recibir. Para que no se olviden. Siempre hay una palabra hermosa que podemos regalar a cambio de nada.
Así que esa es mi respuesta, la razón por la que escribo. Como un acto de amor. Seguiré escribiendo mientras haya una sola persona que quiera seguir leyendo. A esa persona, en realidad, es a la que escribo todo este tiempo.
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