Cuando se publiquen estas líneas, celebraré un año más de vida. Y uno menos, claro. Un escalón más, un paso hacia adelante en la única ... carrera en la que todo el mundo quiere llegar el último.

Publicidad

La vida avanza y es verdad que lo hace a trompicones, sin saber muy bien cómo. Mudan con vértigo las estaciones, pasan las décadas sin apenas darte cuenta, miras al espejo y el reflejo se parece cada vez más a tu padre.

Cada peldaño suma una arruga al calendario. El mapa de las alegrías y las penas queda ya impreso en tu cara, que acumula tus errores y aciertos como surcos olvidados en la piel. Todo se relativiza y te das cuenta de que ya no recuerdas muchas de aquellas cosas que parecían tan importantes cuando ocurrieron. De hecho, muchas ni siquiera ocurrieron. Pero todas nos ayudaron a aprender.

Aprender, por ejemplo, que hay que salir del lugar en el que no quieres estar. De un trabajo, de una relación, de tu laberinto. Que aguantar lo que no quieres es un acto innecesario. Nadie te lo va a agradecer. He aprendido que debes luchar por lo que quieres sin aplazarlo. Porque todo pasa muy rápido.

Publicidad

He aprendido que es un milagro estar vivos y que no tiene ningún tipo de sentido organizar tu mundo como una mera supervivencia de no sé qué. Que esto no puede consistir en estar sin más. Que no hay que dejarse arrastrar. Que el destino va amarrado a tus riendas.

He aprendido que la mayor de las cualidades humanas es la bondad. Porque es la más difícil

He aprendido que la mayor de las cualidades humanas es la bondad. Porque es la más difícil. Y la más infrecuente. La bondad, venga de quien venga, descoloca, desarma. La bondad como un muro frente al egoísmo instalado en nuestra naturaleza. La generosidad desbordante e inagotable como la que tenemos por un hijo. He aprendido que no existe un amor comparable al que sientes por un hijo.

Publicidad

He aprendido que el odio o la venganza sólo dañan a quien los perpetra. Y que hay que apartarlo porque empobrece el espíritu y te distrae de lo importante. He aprendido que las personas muestran cómo son de verdad cuando ya no te necesitan. Que las ideologías son mentira y que sólo son útiles para el que se beneficia de ellas. Que hay que buscar, siempre que se pueda, el lado estético de las cosas. Que la belleza importa.

He aprendido que no puedes gustar a todo el mundo, así que se ha vuelto importante afinar el tiro y tratar de reconocer a quién quieres gustarle realmente. Eso marca la diferencia. He aprendido que no podemos hacer las cosas solos. O, al menos, que es mucho más difícil. Siempre necesitamos a alguien que nos acompañe o nos sostenga. Que se alegre por lo nuestro. Que nos consuele bien cerca.

Publicidad

He aprendido que, muchas veces, lo más sano es desaprender todo aquello que nos ha hecho daño o que nos amarga. Que es bueno visitar nuestros recuerdos de vez en cuando, pero que es más inteligente habitar en nuevos proyectos. He aprendido que se vive hacia adelante pero que todo se entiende hacia atrás.

He aprendido que la vida a veces se vuelve generosa y te regala una segunda oportunidad y hasta una tercera. Y, si eso llega ocurrir, es porque se ha cansado de hacerte señales que no ves y ha decidido agarrarte por la solapa para que prestes atención. Ahí está. ¿Es que no lo ves?

Publicidad

He aprendido que la siesta es un lujo irrenunciable y que nunca hay que escatimar un abrazo. Que la salud es un estado transitorio que no augura nada bueno. Que hay que ponerse crema solar todos los días. Que el arroz debe ser caldoso, y los libros, en papel. Que el mejor beso es el primero y el último. Y, sobre todo, he aprendido que la palabra importa, importa siempre. Por eso hay que contarla, por eso hay que escribirla. Para que no se olvide ni se muera todo lo importante que tenemos que decirnos. Por esa razón escribo todas estas líneas. Para eso y para que mis amigos me quieran más.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Oferta de aniversario: 4 meses por 2€

Publicidad