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Siempre me han intrigado esas obras que los escritores, fundamentalmente los profesionales, los que viven de la literatura, dejan sin acabar, en un cajón, y que luego salen a la luz cuando el autor ya ha muerto, y los herederos o los albaceas de turno ... deciden poner todos sus papeles en orden, en busca de un material valioso, de un perla que, por las circunstancias que fuere, se había extraviado.
Y no había advertido que el escribir como un poseso, hasta el último instante, hasta el último aliento, el no despegarse del folio en blanco ni siquiera cuando la Huesa ya ha avisado y toca la puerta, no es sino una meditada estrategia para intentar eludir o dilatar en el tiempo ese último viaje, mientras tengamos ocupaciones por delante, un trabajo por concluir antes de marcharnos para siempre.
Así ha sucedido desde que el mundo es mundo, desde los viejos tiempos, desde la época de Homero, ese personaje tan misterioso como desconocido, del que apenas sabemos nada. Hace bien poco descubrimos una novela inédita de un autor consagrado como Manuel Vázquez Montalbán, que, por morir tan prematuramente, cuando ni siquiera él mismo lo esperaba, no sabía muy bien qué hacer con ella, si echarla al fuego, como hacía su personaje Pepe Carvalho con las hojas de los libros que leía, o darle una nueva vuelta y publicarla.
Vargas Llosa, cercano ya a cumplir los noventa, con una mente aún brillante y prodigiosa, pero consciente de que su vida como creador literario está llegando a su fin, ha sido mucho más precavido. Hace unos meses publicó 'Le dedico mi silencio', que es, como el propio hispano peruano nos ha advertido, su última novela: un fin de fiesta, con traca final, después de haberse dedicado al oficio de escritor unos sesenta lúcidos y espléndidos años. Un relato no demasiado extenso, que no quedará ni siquiera entre sus mejores obras, pero en el que se hace patente su estilo elegante, su infinita capacidad para fabulación, sus muchas lecturas y sus diversas experiencias que ha sabido plasmar como nadie en las páginas que nos ha legado. Con esa sencillez, sin más protocolos, se despide de todos ustedes, de todos nosotros, y, justo antes de que el lector cierre el volumen, en una breve nota, da cuenta de la naturaleza de su último deseo: escribir un ensayo sobre Jean Paul Sartre, «que fue mi maestro de joven».
En efecto, Sartre, al que conoció durante sus años mozos en París, cuando vivía, en amor y compaña, con su tía Julia, su primera mujer, su primer escándalo familiar, antes de romper con ella y liarse con su prima hermana, la princesita Patricia Llosa –se ganó así, con todo merecimiento, que uno de sus mejores amigos, el escritor canario Juancho Armas Marcelo, dijera de él que es, de largo, el escritor 'más familiar' de cuantos han existido–, ha sido uno de los amores de su vida, junto con Flaubert, al que dedicó un voluminoso estudio monográfico.
Vargas Llosa, el último que queda con vida de una gloriosa e irrepetible generación –García Márquez, Cortázar, Onetti, Carlos Fuentes, José Donoso, Cabrera Infante...– que terminó tirándose los trastos a la cabeza, porque los genios se aguantan muy poco entre sí, se marcha con la cabeza bien alta, quizá no entre vítores, quizá un tanto confundido después de que su rostro se asomara, en estos últimos años, con demasiada frecuencia, a las páginas de la prensa del corazón.
Consiguió, flamantemente, el Premio Nobel de Literatura y el Cervantes. Y convirtió su vida en una gozosa aventura literaria por lo que tuvo que sacrificar a su propia familia. Vargas Llosa ha cumplido con creces todas las expectativas que editores tan míticos como Carlos Barral habían depositado en él. El joven escribidor, Varguitas, terminó por convertirse, a base de trabajo e inteligencia, en uno de los escritores más importantes del último medio siglo en todo el mundo. A ver quién le quita ahora lo 'bailao'.
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