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En un libro de Juan Marsé, probablemente 'Rabos de lagartija', con el que, por fin, después de medio siglo dándole a la tecla, consiguió el Premio Nacional de Literatura en el año 2000, hallamos una de las imágenes más hermosas de toda la larga trayectoria ... del escritor barcelonés: se trata de la figura de una mujer, alguna década después de la Guerra Civil, que está tendiendo la ropa, lavada con azulete, con detergente OMO o alguno de esos productos de la época que ponían los cuellos de las camisas tersos y duros como una mojama, con una pinza en la mano y canturreando una canción de moda –de Marifé de Triana o de doña Concha Piquer– para hacer más liviana una vida dura, con pocas posibilidades de salir del atolladero. Es, sin duda, la mejor pintura de la posguerra: poner a la lavar los trapos sucios, airearlos al sol y tratar de evadirse de una existencia con muy pocos alicientes, al margen de criar a media docena de churumbeles y dejarse la piel y el alma en el trabajo de casa.
Esa imagen, tan señera y poderosa, propia de una época, viene a colación porque hace casi dos décadas, cuando se cumplía el cincuentenario del nacimiento de la pedanía a donde llegaron mis abuelos a principios del siglo XX, cuando sólo era un lugarón donde las acequias y los brazales cruzaban de punta a punta unas tierras aún por cultivar, el alcalde pedáneo me quiso encargar un libro que le hiciera justicia al pueblo, en cuyas páginas figuraran esas vivencias del último medio siglo de unos habitantes que, aunque se hallaban a un par de kilómetros de la capital, siempre se habían sentido solos, aislados, completamente olvidados por los munícipes, fueran del color que fueran: ni campo de deportes, ni centro de educación secundaria, ni un pabellón donde evitar el frío y la lluvia, ni un mal jardín en donde pasear a los niños al atardecer y guarecerse del sol de justicia en verano. Nada de nada.
El proyecto me hizo ilusión. Le propuse acudir a los fotógrafos de toda la vida –Ángel el Loino y Alejandro Agudo–, que nos hacían las fotos de primera comunión, que disparaban el objetivo en plena calle, al azar, sin que nos diéramos cuenta, que deambulaban por los alrededores en busca de esa estampa tan huertana de un hombre injertando un naranjo borde o de una mujer de bruces sobre la acequia, donde el agua corría pura y cristalina, dándole refregones sobre una piedra a una prenda de vestir, a la camisa de su marido, que, después de tenderla y secarse, era como volver a estrenarla: limpia como los chorros del oro, como solía decir mi madre.
Las fotos que logré ver, que ya conocía de antemano, eran la viva representación de esos cincuenta años, de esos tiempos en los que aún no había agua corriente –así sucedió hasta bien entrada la década de los setenta–, ni luces en las calles, ni alcantarillado, sino pozos ciegos y traicioneros, improvisados retretes en medio de un bancal en donde, de vez en cuando, caía algún que otro chiquillo que jugaba a perros y liebres en lo oscuro de la noche con la mierda que le llegaba hasta el cuello.
La idea no pudo materializarse por razones que nunca supe. Pero esas instantáneas, al menos las que yo pude ver y tuve en mis manos, las guardo como verdaderos tesoros en mi retina: mi madre, Maruja la Matea, con el pelo recogido y su delantal a cuadros, con las manos en jarras, mirando con júbilo, feliz, al objetivo, como si le acabara de tocar la lotería; o Juan el 'Chillareas', el dueño de una de las carnicerías del pueblo, que chamuscaba con un haz de esparto encendido la piel del marrano que acaba de degollar con sus propias manos, volviendo sus pícaros ojos a la cámara, desafiando así la fugacidad del instante.
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