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Hay ciertos críticos –algunos de ellos, soberbios, caprichosos como un niño en la feria– que no tragan la literatura de Manuel Vilas. Se les hace bola en la garganta. Y es que, con tanto exceso de intertextualidad y el aire puro de las alturas –lo ... decía Nietzsche, al que, por ser único en su especie, también le dieron mucho 'porsaco' sus contemporáneos–, no se respira tan fácilmente y la mirada se enturbia.
A Vilas no hay que confundirlo –sería el error más grave que podríamos cometer– con Vila-Matas, aunque se parezcan en el apellido. El primero de ellos, como buen aragonés nacido en Barbastro, es tozudo, terco como una mula, noble, puro y entrañable como lo son todos los de aquella tierra, de la que tanta sangre portamos los murcianos. Vila-Matas, por el contrario, que siempre cuenta la misma y tediosa historia –un 'angloaburrido' en estado puro–, como si le faltara fuelle, como si anduviera flojo de imaginación, es, justamente, lo opuesto: va de estrella por la vida, esperando a que le llamen por teléfono para ofrecerle el Nobel, y, después de pensárselo un rato, aceptarlo, pero con reparos, por hacerles un favor a los de la Academia sueca. Cuenta Andrés Trapiello en uno de sus infinitos diarios que, en cierta ocasión, en una feria del libro en México, en donde dos o tres escritores viajaban en el mismo taxi y nadie se animaba a abonar la cuenta al conductor, Vila-Matas esperó a que alguien pagara y, a continuación, sin cortarse un pelo, se apropió de la factura para desgravársela. Todo un artista.
Manuel Vilas era un escritor extraordinario antes de sacar a la luz 'Ordesa', que fue la novela que lo puso en el mapa de los escritores en todo el mundo. El libro-despensa que le ha permitido, desde entonces, vivir cómodamente, aunque sin despreciar ningún bolo alimenticio para no tener que volver a las aulas de secundaria. Y eso le hace aún más auténtico y honrado si cabe. Vilas es más que 'Ordesa'. Y es, asimismo, un poeta asombroso cuyos versos no dejan indiferente a nadie, poniendo en ellos todo su ardid y el peso de su inteligencia.
Ahora, hace unas semanas, ha sacado a la luz un volumen –que no se sabe bien si es una novela, unas memorias, una 'autoficción' o como demonios se llame– titulado 'El mejor libro del mundo'. Y ya hay más de un ingenuo cacitrán que ha caído en la trampa de pensar que Vilas lo dice en serio, que peca de 'petulante', adjetivo, por cierto, que tanto le gustaba a Baroja. Lo que en realidad hace Vilas es dejar constancia de esa impotencia que siente todo autor por no poder escribir el mejor libro del mundo, que es, en realidad, lo que todos pretenden desde que ponen la pluma sobre la superficie del primer folio en blanco. Aun así, el tío, que va por la vida de 'Mendigo Enamorado', de 'Carmelita Descalzo', no se corta un pelo, y suelta verdades que a veces asustan, que van a cabrear a más de uno. No le importa, por ejemplo, mostrar su amor desinteresado por autores y artistas como Rimbaud –el poeta más guapo del mundo–, Kafka, Javier Marías, Gil de Biedma, Roberto Bolaño o Amy Winehouse. Ni su indiferencia a la hora de hablar de Juan Benet, por su escritura extravagante y barroca, «en la que no hay aliento humano, sino exhibición de una inteligencia fría». Pero, al final, y así lo deja anotado con letras de oro, sólo nos quedará don Quijote, después de setecientos años de soledad.
Vilas, que nos invita a celebrar la vida después de cumplir sus primeros sesenta espléndidos años, se muestra aquí, en estas hermosas páginas, más humano, demasiado humano, y vulnerable que nunca. Se desnuda ante el lector y nos revela, sin vergüenza alguna, como si estuviera arrodillado ante un confesionario, su manía de coleccionar calzadores, que rapiña de todos los hoteles donde se aloja.
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