Siempre me ha caído bien John Dillinger, el asaltante de bancos estadounidense que vivió treinta intensos años hasta que fue acribillado a tiros por la espalda justo en el momento en el que salía de un cine, delatado por su amiga Anna Sage. Todo un ... icono, una leyenda para ciertos jóvenes rebeldes que terminaron perdonándole sus muchas fechorías para elevarlo a los altares.

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Y me caía bien desde que lo vi por primera vez en unas fotos que fueron difundidas a raíz del éxito de la película de 1973, dirigida por John Milius, que lleva el nombre del propio personaje, encarnado por Warren Oates. Entonces me di cuenta de lo mucho que se parecía a mi padre. Mi padre, me dije a mí mismo, es una especie de Dillinger, pero en plan buena persona, y sin ese bigotito bien cuidado que adornaba el rostro curtido del gánster.

Porque mi padre nunca llevó bigote. Ni siquiera en la época en la que estaba de moda gastar mostacho y llevar sombrero. Lo único raro que se notaba en alguna de esas pocas fotos que nos legó a los hijos, era su barba de dos o tres días, como si no hubiera tenido tiempo de ir a que le dieran una pasada con la navaja, porque solía llegar muy tarde de la huerta, muerto de cansancio.

Una barba que pinchaba cuando mi madre nos decía que le diéramos un beso. Porque en mi casa no éramos muy de besar. Ni de dar abrazos. Sabíamos que nos queríamos con tan sólo mirarnos un segundo a la cara. Para qué más. Quizá fuera una costumbre heredada de la posguerra, porque la gente, después de la Guerra Civil, no estaba mucho por la reconciliación ni era muy dada a achuchones ni a besos, como si aún llevara el luto adherido a las entrañas.

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En mi casa nunca se celebró el día del padre. Sólo el de San José, por ser el santo de mi abuelo. Recuerdo que íbamos a su casa de la huerta, entre naranjos y moreras que servían para engordar a los gusanos de seda, y ese día comíamos buñuelos, unos buñuelos rebañados en azúcar, recién sacados de una sartén hasta arriba de aceite hirviendo.

De no haber sido un empedernido fumador, mi padre hubiera llegado a los cien años, como mi tía Mercedes, su hermana mayor, que terminó cumpliendo el siglo. Pero el maldito tabaco acabó con sus esperanzas cuando acababa de cumplir los setenta y siete, y hacía poco que había dejado de trabajar, de cortar limones, de pincharse las manos con las espinas de los limoneros, de pasar frío y tragarse la escarcha de las mañanas de invierno.

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Como buen padre, que sólo contaba con diez años durante la guerra, que había visto morir a su hermano Enrique en el Frente de Badajoz y del que jamás se pudo recuperar el cuerpo, siempre nos aconsejaba que no nos metiéramos en política, que con Franco no valían las bromas. E insistía en que nunca habláramos de política en la calle, delante de la gente, ni en los bares. Por eso se murió sin que yo le contara, como me hubiera gustado, las veces que había corrido como un galgo unos pocos metros por delante de la policía en los años setenta, cuando no estaba el horno para bollos; las veces que le había dicho que me iba toda la noche a estudiar a casa de un amigo, y luego era para participar en un encierro para conseguir la libertad de los presos políticos. Para qué darle el disgusto. Durante estas pasadas jornadas, el día del padre, que es una celebración que nunca he tenido en cuenta, me he acordado de él. Y de esa sonrisa suya, muy parecida a la de John Dillinger al lograr burlar a sus perseguidores, cuando veía mi firma impresa en alguno de mis artículos publicados en el periódico, que leía en el Bar de Pencho. Me lo contaron sus amigos justo el día de su entierro.

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