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Los vi de reojo, casi por casualidad, cuando caminaba, huyendo del calor atorrante, a toda prisa, por la calle, en el escaparate de una papelería en donde un orondo y colorido globo terráqueo se disputaba el protagonismo con la figura de un hombre articulado de ... madera. Ahí estaban los Cuadernos Rubio de toda la vida, nuevos y flamantes, con una renovada imagen que, sin embargo, sigue conservando su gracia y su diseño de antaño, cuando salieron a la luz hace ya un porrón de años.
Se crearon en 1956 y en sus comienzos, por aquel tiempo, su inventor, Ramón Rubio, los componía y los imprimía en su propia casa de forma artesanal, como si fueran finas joyas o manuscritos miniados de una abadía del medievo, al estilo de 'El nombre de la rosa'. Ramón Rubio, quién lo hubiera dicho, discreto empleado de banca, se terminó convirtiendo en todo un personaje, en una especie de héroe local. Nació en Tarragona, en el seno de una familia muy modesta, en 1924, pero, dando tumbos, fue a parar a un pueblo llamado Geldo, en la provincia de Castellón. Fue el fundador de la Academia Rubio, ubicada en la calle Martí de la ciudad de Valencia, a la que acudían los opositores a contable de empresas públicas y privadas.
Fue en la academia precisamente, donde se originaron los famosos Cuadernos. Fallecido el promotor del invento, su hijo Enrique ha manifestado que era su propio padre, sin ayuda alguna, quien, quitándose muchas horas de sueño, ideaba las frases, dibujaba, con cariño y mano diestra, los ejercicios, y, luego, un delineante remataba la faena, pasándolo todo a limpio antes de darlo a la imprenta. En la contraportada de uno de estos cuadernos se advertía a los posibles compradores que su uso sistemático completaba y potenciaba las enseñanzas impartidas en los centros educativos.
Los que más éxito tuvieron en aquellos años cincuenta del siglo pasado fueron los cuadernos dedicados a la Aritmética y, sobre todo, a la Caligrafía, en una época en la que nadie era capaz de escribir derecho con renglones torcidos, y en la que nos temblaba la mano debido al pasmo de la recién finalizada guerra y, sobre todo, a la mala alimentación de aquellos años oscuros.
La cosa fue a más. Y los cuadernos de don Ramón se hicieron un hueco en la pedagogía de entonces, cuando casi la mitad de la población era analfabeta. Tanto fue así que, en algún momento, llegó a vender hasta diez millones de cuadernos, a una con cincuenta pesetas el ejemplar, en 1960. Que ya son perras. Eran ejercicios en donde se apreciaba la ingenuidad de entonces y nuestra proclamada incultura: en un dibujo, en el que aparecían seis barcos, se preguntaba cuántas naves faltan para que 'hagan' nueve.
Don Ramón, al que se le quería mucho y se le admiraba por su buen carácter y por su impagable labor educativa, al finiquitar sus días, terminó donando unos terrenos a su pueblo adoptivo con el fin de que allí se construyera un parque infantil, un centro deportivo y un colegio público que, como no podía ser de otro modo, terminó llevando su nombre, y que aún existe si se tiene la curiosidad de mirar cualquier guía. Pero como nadie nunca es del todo profeta en su tierra –y en España esta premisa se practica con ahínco y especial constancia–, don Ramón Rubio, el inventor de los Cuadernos Rubio, fue nombrado, aunque a título póstumo, hijo predilecto de Gelbo, localidad que cuenta en la actualidad con algo más de seiscientos habitantes, y cuyo nombre sólo fue conocido por el conjunto de la nación cuando, en 2007, salió elegida la primera concejala transexual de toda España: la mezzosoprano, de Acción Republicana, Manuela Trasobares; sin que se sepa, con absoluta certeza, si, en su momento, también llegó a utilizar estos Cuadernos Rubio para afinar la letra de los carteles electorales y, después, para contar los votos que la auparon, con absoluta legitimidad y merecimiento, a su cargo.
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