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Comprendo, de entrada, que este artículo vaya a aburrir solemnemente a quienes no les guste el deporte, y, más aún, el fútbol que, últimamente, aparece hasta en la sopa, con partidos de lunes a domingo, en todas las cadenas, a todas horas, con las más ... diversas ligas, desde la albanesa hasta la chipriota, pasando por las de toda la vida.
Del mismo modo, también sé que me lo van a agradecer mis amigos futboleros, como el periodista Manuel Segura, el catedrático Pepe Alberola, el banquero Fernando Campillo, el ingeniero Juan Guillamón, el exrector de la Universidad de Murcia José Antonio Cobacho o el notario Paco Tornel, que, como Guillamón, además de haber vestido la camisola del Real Murcia en las categorías inferiores, llegó a ser presidente del club pimentonero, justo cuando estaba a punto de desaparecer.
Lo entiendo. Pero era preciso contarlo de una vez, porque lo que aquí se relata forma parte de la historia, en letra pequeña –la 'intrahistoria', que dirían los hombres del 98–, de un país como el nuestro que acumula, desde tiempo inmemorial, tantos sucesos aguerridos y dolorosos.
Y es que ni Lech Walesa ni el papa Juan Pablo II han sido argumento suficiente para que el pueblo español le tenga tanta admiración al pueblo polaco. Ni siquiera el hecho, nada despreciable, de que ese país centroeuropeo, de raíces profundamente católicas, haya sido avasallado históricamente por sus vecinos colindantes. Sobre todo, por alemanes y rusos, que lo tomaron por el pito del sereno, llevando a cabo auténticas masacres entre su ciudadanía.
Juan Pablo II, es decir, el santo papa Wojtila, fue un personaje que, desde la fumata blanca, resultó simpático a los europeos, y especialmente a los españoles. Con esa carita de mártir, con esos inocentes ojos azules, y esa manera tan expeditiva de despachar asuntos muy enrevesados sin necesidad de levantar la voz ni montar numeritos. Fue el máximo mandatario de la Iglesia entre 1978 y 2005, una época muy delicada en todo el mundo. A Walesa, por su parte, que era hijo de carpintero, le cupo el honor de ser cofundador del primer sindicato independiente de los países del Bloque del Este. Sucedió a principios de los años ochenta, y esa circunstancia caló hondamente entre los españoles, que salíamos de una larga noche oscura del alma, como el sutil poema de san Juan de la Cruz. Después, se le otorgó el Nobel de la Paz, y, luego, fue aclamado como presidente de Polonia.
Sin embargo, fue el fútbol lo que nos convirtió para siempre en hermanos de leche de los polacos. Hasta el Mundial de 1974, Polonia sólo había participado en una ocasión entre las dieciséis naciones clasificadas. Y fue en 1938. Por eso, su nueva aparición en 1974, con esa deliciosa manera de jugar al balón, de desenvolverse en el terreno de juego, consiguiendo el triunfo ante argentinos, yugoslavos, brasileños e italianos, deslumbró a todos los españoles. Hasta el punto de que nos aprendimos de memoria, como si fueran parientes nuestros, gran parte de los nombres que componían su alineación. Entre los más destacados, su portero Tomasewski, el defensa Zmuda, los centrocampistas Deyna y Kasperczak, y, sobre todo, los delanteros Gadocha y Lato. Ay Lato, los goles que marcó este muchacho, calvo como una bola de billar, y rodrejo, de apenas un metro setenta, que hacía auténticas diabluras con el balón dentro del área.
El sueño polaco de ser campeones se desvaneció al caer eliminados en semifinales ante la temible Alemania Federal, que, además, jugaba en casa, con futbolistas de auténtica valía como Breitner, Beckenbauer o el 'Torpedo' Müller, autor del único tanto del partido, marcado justo cuando ya finalizaba la contienda. Nadie, que no sea un friqui o un experto en la materia, recuerda quién ganó ese mundial, aunque puede figurárselo. De igual manera, nadie ha olvidado, medio siglo después, el honroso concurso de una selección que puso a Polonia en el mapa de las naciones entrañables y amigas.
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