Siempre he sido muy de comer sobras. Soy a las sobras lo que las hienas a la carroña: desde niño preferí el pan duro, incluso con algún lunar verdoso, al recién hecho, y los momificados recortes de embutidos, que en los ultramarinos los daban gratis ... o a un precio simbólico porque eran para el perro, se los quitaba de las fauces al propio perro. Naturalmente, todo es una cuestión de que encuentro mejor sabor, no de disminuir la huella humana en el mundo ni sentirse superior moralmente ni religiones de esas. Tantas veces las sobras, de varios días si es posible, mejoran cualquier plato recién servido o cualquier alimento tenido por fresco. Nuestra izquierda va a sacar una ley de las sobras, para que la gente no desperdicie alimentos, y si los desperdicia un par de veces se le caiga el pelo con medio millón de euros de multa. Cara comida para un estudiante. Supongo que pondrán también una policía de las sobras, como la pusieron de los visillos, cuando nos encerraron. Me divertiría mucho tirar las sobras de la comida por llevar la contraria, como hago con el resto de leyes de ese pelaje (hoy ir activamente contra el 60% o 70% de las leyes aprobadas en los últimos cuatro años debería ser lo único legal). Pero no puedo tirar las sobras aunque sea contra el Gobierno, porque las disfruto realmente, y la cosa no está como para renunciar ni a un solo placer culpable.
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Mucho de lo que se come hoy en día merecería acabar en la basura antes de llegar al plato. Pero si lo dejamos ahí el suficiente tiempo, puede que mejore. Puede que se convierta en sobras, y entonces es cuando no lo deberíamos tirar bajo ningún concepto porque ha cogido su mejor punto. En general todo mejora cuando la gente cree que algo va a peor o se ha puesto malo. Por ejemplo, una fabada de varios días, por supuesto fuera del frigorífico y si aún no se ha formado esa mullida capa de hongos en su superficie, ha logrado ligar todos sus sabores como jamás lo logra recién hecha. Un amigo alpinista profesional me contó que, escalando en el Atlas magrebí, encontró una lata sin abrir en una anfractuosidad de la montaña. Estaba completamente oxidada, debía llevar allí desde el Diluvio Universal. Encontró tan delicioso su contenido, con tantos matices fermentados obra del tiempo, que desde entonces una de sus motivaciones para subir a los más altos picos del planeta es por ver si encuentra más latas. Venimos de una sabia cultura popular que se alimentaba casi únicamente de sobras, pero como no sobraban nunca no se llamaban así. Con las sobras se ha hecho buena parte de eso que han empaquetado bajo el invento de 'cocina mediterránea', que en realidad no es una cocina de lo que había sino de lo que no había. Es sana porque es una cocina de la ausencia. Lo importante no son los ingredientes sino la falta de ellos, porque no había con qué pagarlo. Las sobras empezaron a tirarse cuando fueron sustituidas por platos aparentemente más prestigiosos que ya merecen empezar, y no terminar, en un contenedor.
Me temo que la Ley para la Prevención del Desperdicio Alimentario, que así se llamará la ley de las sobras, es, como tantas normas últimamente, una pura basura apestosa en sí misma, y son estas cosas las que hay que tirar cuanto antes.
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