Van a nombrar a Rita Barberá alcaldesa honoraria de Valencia, además de dedicarle un puente sobre el Turia. Pero Valencia dejó morir apestada a esta inocente. No creo generalizar si digo que fue, en general, Valencia, no solo la oposición política de izquierda. Sobre todo ... por comodidad de su propio partido. Está bien intentar reponer el honor después de fallecida, cuando si no puedes reponer su vida tampoco puedes hacerlo en realidad con el honor. Rita Barberá, caben pocas dudas, murió poco sorprendentemente de un infarto agudo una madrugada en un hotel de Madrid; murió de olvido, por causa de tanta gente que hacía como que se ataba los cordones de los zapatos cuando ella se acercaba a saludar. Su teléfono había dejado de sonar desde hacía tiempo: no la llamaban ni desde Sudamérica para ofrecerle tarifas telefónicas. Pidió a recepción en la alta noche un pincho de tortilla española, su correspondiente whisky para pasarlo (era castiza, que no 'castuza') y se fue abonico, que hubiese dicho el difunto maestro García Martínez. O sea, se murió quejándose por lo bajito.
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Fue un final modesto pero de alguna manera a lo grande, que aún hoy me obsesiona. Cómo una época de España, que probablemente aún dure, dio por buena la resbalosa tesis de que como el país –y singularmente Valencia– había sufrido un florecimiento espectacular, muchos, los que fueran, se habían quedado dinero o trajes. Era perfectamente verosímil. Esa verosimilitud, que no ha podido demostrarse verdad, hizo que mataran por lo civil, y a veces por lo orgánico, a los que tenían más a mano, con el sórdido apoyo de la inmensa mayoría. España –qué cosa más católica– se convenció de que había algo condenable en que, por ejemplo, Valencia se hubiese enriquecido. Este país se siente mal consigo mismo si no es pobre o si no le mandan autocráticamente lo que tiene que hacer; así ha sido a lo largo de su Historia. Nunca seguí de cerca la carrera política de Barberá. Sé por quienes la trataron que era un ser humano extraordinario, lleno de fuerza sensata. Uno de esos 'caballos de fuego' que, al revés que en la mitología astronómica china, arrollan a su paso para que en su camino crezca la mejora. Suya fue la frase definitiva cuando el PP, en pleno ambiente de verosimilitud, cayó en Valencia: «Qué hostia nos han dado, qué hostia». Me gustaba su gran peso, en todos los sentidos del término, y su magistral lección de mujer real y de política que ha dejado huella. Pero la huella dejada no es el honor, ni por supuesto la vida, que parece ser que hay ciertas dificultades para que se la devuelvan.
Un pasaje del libro que dedicó Arcadi Espada a Francisco Camps, político contemporáneo de Barberá envuelto en las mismas circunstancias, me conmovió. Paseaban el biógrafo y el biografiado de madrugada cuando se riegan las calles en Valencia. A un operario le tembló la voz con una tristeza sincera, como si viera un fantasma. «Presidente...». A Barberá solo la empezaron a llamar de nuevo «alcaldesa» tras su funeral.
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