Me he enterado por casualidad, como se entera uno de todo lo importante, por qué llevo tanto tiempo perdiendo la memoria. Hace mucho que fue poderosa, mi memoria. La inteligencia de los tontos, no voy a discutirlo. La inteligencia o bien la listeza (la listeza ... es la despreciable picaresca, no soporto a los listos) no me las he podido permitir; no así la memoria, con la que suplía cojitranco las carencias, como el ciego -según la ONCE soy también casi ciego y podría vender cupones- compensa su tara con un tacto hiperdesarrollado. Pero ya tampoco me voy acordando de casi nada, solo por supuesto de lo irrelevante. Solo me restan la hipersensibilidad y la curiosidad instintiva, de gato, poca cosa. Un geriatra que ni siquiera me estaba diagnosticando a mí me reveló que estaba tomando desde hace veinte años unos ansiolíticos de aspecto inocuo que dejan la mente empastada, blanquecina, como un alzhéimer de vuelo bajo. Se supone que es reversible. Pero, ¿querría recordar? ¿Es seguro hacerlo?
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Esos ansiolíticos los está tomando media población española. El orfidal, que ha sustituido al copazo de Magno en las frustraciones de las amas de casa y nos proporciona la deseable nada a quienes nos resulta pesada nuestra carga, que contiene algo que de vez en cuando se remueve. Media España sin memoria, por prescripción facultativa, y el país va, claro, como va. Veinte años a razón de dos orfidales por noche. Cuando se pierde el sueño solo se le puede obligar a volver a punta de pistola. Al depositarse lentamente esa nieve tibia, química, de sabor un poco dulce, sobre épocas enteras de nuestra vida son pocos los recuerdos que sobresalen. Primero quedan sepultados los nombres de tantas personas. Luego, las circunstancias en las que las conocimos, las conversaciones de las que aprendimos y como eran tan importantes olvidamos (cuando uno desaprende dicen que lo que queda es lo que llamamos cultura). Finalmente, las caras. Parece serio no acordarse de las caras, porque la gente te propone adivinanzas: «¿A que no te acuerdas de mí?»; «¡Por favor, cómo no me voy a acordar!»; «¿Ah, sí, ¿quién soy?»; «Otro, es usted otro...».
Me es trabajoso rescatar las palabras adecuadas, y pronto recurriré a esa frase de la impotencia conversacional: «Espera, yo lo diré». Ha caído un manto blanquecino en mi mente, desde hace veinte años. Como sobre ese manto no se escuchan las pisadas de todo aquello que me sigue, hieren menos.
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