Ocurre porque sí

Los jóvenes de cuando el nodo en los cines éramos más rodrejos, más feos, bebíamos más alcohol (mucho más alcohol), fumábamos incluso los que no fumábamos –fumadores pasivos–, comíamos pollo sólo los domingos y nos cuidábamos sólo en diferido, viendo las olimpiadas por la tele. Éramos mucho menos apetecibles para todo, incluso para el cáncer. Además, como nos criábamos en descampados estábamos inmunizados si bien baqueteados. Carne poco presentable, también para el mal. El cáncer es, en cierto modo, una enfermedad de la prosperidad, como la depresión. Es una enfermedad que se complace en que las cosas vayan bien en términos de salud (mejor que cuando los hospitales eran casas de socorro), para introducir su contrapunto maligno. El factor informativo también cuenta: no sólo es que haya más cáncer entre la juventud, sino que se publica que lo hay, y antes no se quería saber tanto. Antes la gente se moría porque así eran las cosas, sin que la familia hiciera muchas estadísticas ni se hiciesen demasiadas averigüaciones, tampoco la prensa. Ahora hay como una protesta general contra morirse. Si fallece alguien se piensa que ha debido ocurrir un error. La gente se hace demasiadas preguntas y va demasiado al médico.

Los jóvenes mueren más de cáncer agresivo que antes no porque haya algo en el aire (bueno, tal vez lo haya), sino tal vez, simplemente, porque las cosas ocurren. A cambio, hoy hay menos jóvenes que mueran por accidentes de carretera, o por haber nacido con malformaciones congénitas. No hay que obsesionarse, porque nadie se escapa de aquí vivo.