Voy a hacer una afirmación escandalosa: en mi época, los 70, los niños, en su inmensa mayoría, hacían una cosa que se llamaba leer. Sí, sí, leer, como lo oye. De hecho, hacían otra cosa igualmente escandalosa que se llamaba jugar. La fin del mundo. ... Los niños eran entonces una porción formidable del mercado editorial, y ellos mismos, sin intermediarios adultos, adquirían sus lecturas apetecidas en el kiosko. ¡Los niños, empoderados, decidían! Había un tipo en Barcelona que hacía unos guiones deliciosos, con cuidado por la riqueza expresiva del castellano –un castellano estratégicamente rebuscado que ya no se utilizaba en la vida real, si es que se había utilizado alguna vez, pero que los niños entendíamos–, además de unos dibujos bastante aceptables: se llamaba Francisco Ibáñez, sin nada que ver con el cantautor pesadísimo del mismo nombre. Ibáñez, el bueno, ha muerto.

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Pasó a la iconografía 'respetable' porque a un presidente del Gobierno español, Felipe González, lo pillaron leyendo 'Mortadelo y Filemón'. La derecha se rió de su supuesta falta de altas lecturas, desconociendo que 'Mortadelo y Filemón' era en sí mismo una alta lectura con viñetas a color. No fueron los mejores personajes de Ibáñez (de hecho, tampoco Ibáñez fue el más genial siquiera de editorial Bruguera), pero sí los de digamos más amplio espectro. Hace mucho quedó fijado suficientemente que la gran obra maestra, inmejorable resumen sociológico de la vida durante el franquismo, fue la serie de tebeos 'avant-pop' de '13, Rue del Percebe', que mereció que un señor tan refinado como Luis Alberto de Cuenca (quien una vez me dijo, y estuve de acuerdo, que el justamente reivindicado Ramón Gómez de la Serna era un ejemplo de gran mal escritor) dedicase prólogo, conferencias y otros ensayos a la cumbre de Ibáñez. Uno podía oler hasta la aluminosis y las cañerías de plomo en aquel edificio construido por el Ministerio de la Vivienda de Franco, cortado por su mitad para ver a sus vecinos, con el colmado de báscula trucada abajo y la tradicional chabola del portero arriba, habitada por un 'inquiokupa' que no abría la puerta a los cobradores. Ahí entendíamos, tempranamente, de qué iba esto de España y nuestra dirección siempre ha estado en la calle del Percebe.

Desde hacía mucho a Ibáñez lo han venido poniendo como lo que nunca fue, un artista del cómic. Él, como tantos forzados de la plumilla que hacían pluriempleo cambiando no de trabajo sino de personajes a dibujar, era un amanuense, un manufacturero que no paraba, porque la vida estaba achuchada. Ha habido más artesanos que han dejado obras trascendentes que aquellos autoasumidos como 'creadores'. Ibáñez se dejó los pelos y los ojos bajo un flexo en una habitación humeante, y el resultado fue la formación como es debido de varias generaciones de españoles. Gracias, profesor.

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