Cuando se ordena desde el Gobierno hacer memoria, hay el peligro de acordarse. Es lo que está ocurriendo con Franco. Pretendiendo que quienes no conocieron ... el franquismo no olviden, el Gobierno ha conseguido que no poca parte de las nuevas generaciones de españoles echen de menos unos tiempos que no conocieron. Sobre un 20% de menores de 25 años se declaran simpatizantes de Franco, he leído. A eso se le llama nostalgia de lo no vivido, y está demostrado lo poderosa que resulta, mucho más que la nostalgia normal. Eso debieron tener presente el Gobierno y sus equipos de expertos cuando sacó al abuelo de la tumba («el chache Paco», lo llamaba con unción mi tata Pascuala, y en general la gente del pueblo). Pero si no han pensado lo que pasa cuando se sueltan violadores, cómo van a pensar lo que pasa en un país cuando se suelta el recuerdo de uno que dicen que tenía mucha mano dura.
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El Movimiento Nacional del franquismo fue una especie de MAGA trumpista con ochenta años de adelanto, y tener que hacer memoria de eso por obligación oficial está dándole al Generalísimo una desconcertante modernidad (escribió el novelista francés Houellebecq en 'Serotonina', con ironía pero no del todo, que «Francisco Franco, independientemente de otros aspectos a veces objetables de su acción política, podía ser considerado el verdadero inventor a escala mundial del turismo de lugares con encanto»). Y eso que a los que sí vivimos el tardofranquismo aquello nos parecía más bien poco moderno. Por ponerlo el Gobierno como antítesis a las «conquistas» de Sánchez, lo que consigue es que demasiada gente, sobre todo la que no estaba por entonces, vaya considerando aquella España algo francamente deseable. Si «contra Franco vivíamos mejor», como decían melancólicos los progres en la Transición, ahora el que vive mejor que nunca es Franco. Cada vez encuentro más bares donde me recibe la efigie prohibida del desafiante bigotillo.
Al Caudillo le está pasando como a las numerosísimas nuevas ediciones de libros de su paisano gallego Julio Camba: hace veinte, cuarenta años estaba olvidado y yo tenía que escarbar sus desmenuzados tomos en «austral» entre los altillos de librerías a punto de clausura. Ya no lo leía nadie; ahora es raro quien no tenga curiosidad por él. El Gobierno está recordándole a la gente, sin pretenderlo, por qué a Franco lo recibían como un santo en Cataluña y como a Dios mismo en el Fútbol Club Barcelona.
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