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La muerte del escritor Fernando Sanchez Dragó me ha hecho volver la mente a una época en que todavía existía la conversación. Yo mismo, no dotado para ella, le sostuve a Dragó –tal vez con no poca altura– cinco o seis largas cenas que parecieron ... programas suyos de televisión de madrugada –no es cierto que solo le interesase monologar–. Solo había instantes de silencio al sorber sake de iglú hecho en Hokkaido. La capacidad de conversar se pierde de no utilizarla, como la caligrafía de juventud, el no caerse de un caballo o el sexo. La capacidad de vivir se pierde si no se utiliza. Es sorprendente comprobar los pocos años en que he sido contemporáneo de mi propia época, muchos menos años de los que llevo al margen del tiempo. Mi época –en parte fue también la de Dragó– que la gente de hoy llama maleducada y poco inclusiva porque había libertad y se podía incluso hablar. Ya lo tenemos todo hablado, ya hemos conocido a demasiados, me irrita el siglo XXI.
No diré por qué coincidí hace muchos años, en España y en Japón, con el amigo de Tamames, el anciano que recientemente no ha sido elegido como presidente del Gobierno. Sánchez Dragó era entonces el mismo al que ha sorprendido un infarto fulminante. Alguien con edad indeterminada –podía tener varios siglos o tres o cuatro veces esa cifra– y al que la ingesta de cien pastillas de herbolario diarias rejuvenecía sobre todo en los temas que le gustaba tocar, que podemos incluirlos en la palabra 'coito'. El señor poseedor tal vez de la mayor biblioteca privada del mundo, buena parte de ella leída en diagonal, que daba por supuestos todos esos graves saberes en los demás y en cambio se le reanimaba una brasa, un ansia de saber en la pupila en cuanto se hablaba de tías. Siempre pensé que no era ningún baboso, sino alguien a quien la escasa duración de la vida humana le parecía incoherente, y que se agarraba a la existencia a la manera china: oler a mujer joven prolonga los días. Creía, como conservador a su manera, en las uniones para toda la vida, a condición de romperlas cada noche. «Mi unión con Naoko es irrompible», decía, refiriéndose a su esposa japonesa. «Me acicala y me peina antes de salir cuando he quedado con otras». Naoko asentía, con sincera paz en su expresión. Se rompió. Cometió Dragó el único pecado imperdonable en las uniones para toda la vida: el vicio fuera de casa no es nada, el amor, todo. Lo primero es mera gimnasia, lo segundo es metafísica.
Estoy seguro de que Dragó creía –otra cosa es que se parase a pensarlo– que iba a durar lo que una tortuga gigante de las islas Galápagos. La esperanza de vida tipo se le quedaba demasiado angosta para todo lo que él pretendía hacer y las vaginas que aún pretendía habitar. Llamadlo ansia inmoderada de conocimiento, no marranería.
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