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El español es ese señor moreno, con bigote, bajito y siempre cabreado, además de porque piensa que ha follado muy poco, porque el resto del mundo se empeña en hacer las cosas al revés que él. Por supuesto, lo ridículo es cómo hace las cosas ... el resto del mundo. Uno de los grandes hechos diferenciales con los que se detecta de inmediato al español es al visitar su casa y constatar que, en invierno, siempre le gusta que esté más helada que la calle. Eso, más aún que el tema de los horarios, no existe más que aquí. Toda la literatura regeneracionista española gira en torno a erradicar nuestra manía ultramontana de vivir a la intemperie en el interior de los hogares. No se ha conseguido. El fracaso ha sido apreciable y total.
El español es aquel cuyo ideal de confort hogareño en enero consiste en relajarse con la temperatura de una sala de despiece de ganado, bajo blanca iluminación 'led' de morgue. Siempre dirá que dormir con la casa caliente es malo para la salud. El resto de Occidente cree lo contrario: peor para el rarísimo Occidente. En los países hiperbóreos la gente duerme entre temperaturas de sauna y se despierta con el cuerpo regenerado, dispuesto a zambullirse en un lago congelado antes de desayunar. El español, ya sea catalán o de la 'pequeña Siberia' castellana (para mi difunta tata Pascuala la pequeña Siberia era el salón de casa de mi abuela) descansa entre temperaturas de panteón y se despierta de un salto, listo para colapsar la Sanidad con su constipado, esa especie de amigo de la familia que siempre es acogido con condescendencia por los demás, por el que no te confinan ni se chivan las viejas del visillo, ni nada, a pesar de que mate a manta.
«A mí lo que me gusta es dormir con la nariz fría, tapándome». Y notar cómo se van desentumeciendo poco a poco los dedos de los pies bajo el edredón acrílico, fino como oreja de liebre, que le han vendido en Aliexpress como pluma de ganso. Nada de extraño que en España, incluso en la parte siberiana, se hayan puesto de moda en las noches de invierno los restaurantes y cafés sin puertas, que dan directamente al relente, porque dicen que la gente aprecia esa «transparencia». Que al menos en los restaurantes se pueda cenar sin mitones en las manos será el gran tema para una segunda edad de oro española de la literatura regeneracionista.
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