He leído que la Nochebuena consiste en un extraño tiempo fuera del tiempo. Es una eternidad que acaba a las pocas horas. Exactamente es así. La Nochebuena que viviré este año es una pobre representación de la que fue, de aquella breve eternidad donde todo ... parecía estar bien. Vuelve la Nochebuena a su cita tras rodar en su órbita anual por el cosmos helado. Pero cada vez regresa de su ciclo más oscura, callada y en los huesos. Ninguna nostalgia siento ya de cuando todo parecía estar bien, en lejanos veinticuatro de diciembre. Es curioso, pero al final se pasa la edad hasta de sentir nostalgia. Se pasa la edad hasta de ponerse a pensar. Pensar y. por supuesto, leer no llevan a nada bueno.
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Me sentaré a la mesa celebratoria junto a mi madre, cita a la que no he faltado ni un solo año, en el mismo gran salón resplandeciente que ahora se iluminará sólo en un rincón (bastará con un rincón), entre aquellas animadas conversaciones entrecruzadas de mis numerosísimos parientes, de las que hoy queda sólo un 'ruido blanco' inaudible. Los fantasmas sólo se quedan un tiempo entre quienes los recuerdan y luego se van, son un perfume en un frasco abierto. Mi madre servirá, como siempre en Nochebuena, el cordero al horno, pero cada vez más como ofrenda que como alimento. Al día siguiente la ofrenda estará casi entera, cubierta bajo una especie de «nieve» de sólida grasa, como si el cordero hubiese muerto a la intemperie. La memoria, como siempre, engaña. Creemos que, en ese clásico de la Navidad que es sentirse triste, echábamos de menos una u otra Nochebuena concreta del remoto pasado, que fue mejor porque todos estaban vivos (este argumento es incontrovertible cuando nos pregunten por qué creemos que el pasado fue mejor: porque todos los que quisimos estaban vivos, nada menos). Pero no, lo que añoramos son vagos fogonazos del arquetipo de una Nochebuena ideal, que apenas entrevimos. Ese ideal que habita en el misterioso inframundo griego de los arquetipos. Una Nochebuena eterna y feliz que nos fue dada vivir por pocas horas.
Pero al día siguiente sólo queda la nieve grasienta sobre el cordero al horno.
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