Los animalistas han llenado las ciudades con unos carteles muy oportunos. 'Reflexiona sobre lo que tienes en tu plato', dicen esos carteles, que interpelan a la conciencia. Acabo de reflexionar profundamente sobre lo que aconsejan los animalistas y eso me ha dado mucha hambre. No ... puedo dejar de pensar en cosas humeantes y sanguinolentas, justo en el momento en que trataba de elevar mi alma. El problema de intentar aplicar la ética a la comida es el mismo del sexo: si no te acuerdas nunca, no existe, pero si piensas en ello estás perdido. Si pienso en lo que los modernos dictaminan que no es ético comer me crecen los colmillos, y en ese momento la ética parece bien poca cosa, algo de reprimidos.

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Yo situaría, para ser razonables, la presunta falta de ética de comerse a otros seres, no en el tipo de seres que sean, algo que me parece un mero 'constructo cultural' -como se dice ahora- sino en si esos seres nos han sido presentados o no. Es precisamente el límite que ponen los ingleses a reconocer la existencia de un ser humano. Si no lo conocen oficialmente, hacen como que no reconocen su materialidad, hacen como que no lo ven. Probablemente no pondrían problema a comérselo con las salsas adecuadas (siempre que fuesen salsas inglesas), cosa que no harían jamás con sus mascotas. Porque sus mascotas sí les han sido presentadas. Respecto a la comida soy de género fluido, no me cierro a nada.

A nada salvo al cariño personal, que tengo por sagrado. Yo no podría comerme por ejemplo a mi gato. Acabo de elevar la vista del teclado y observo que sabe con qué estoy especulando, porque ha venido a morderme él, a ver quién puede más. Pero no podría comerme a mi gato no porque sea un gato, sino porque tengo una relación de afecto con él. No podría devorar a quien conozco, por mucho que mi gato sí me comiera a mí, tras unos iniciales titubeos y entre maullidos de nostalgia, de darme un infarto fulminante y si mi cuerpo no se descubriera hasta pasada una semana. Mis amores por el planeta son muy asumidamente modestos, con un vuelo de cercanía, gallináceo. Yo no amo a la humanidad entera, sino a unos pocos seres humanos concretos que normalmente viven en 500 metros a la redonda. Mi megalomanía de derrochar ternura por las grandes ideas universales, que desemboca siempre en el totalitarismo, es más bien débil.

A partir de aquí se entenderá que pueda echar un conejo anónimo al arroz sin mayor problema de moralina, algo que me sería imposible si al conejo le he puesto nombre desde que era pequeñito, creando un vínculo emocional. No podría poner en mi plato al inteligentísimo cerdo que me trajera las pantuflas y el periódico, sí a todos los demás. Lo que no conozco me lo como gustosamente, en definitiva, y luego puedo dormir igual de mal. Se llama vida, algo de lo que no sé si han oído hablar los animalistas.

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