A comienzos del año 2003, diferentes foros sociales y organizaciones no gubernamentales lograron movilizar a ciudadanos de todo el mundo, instándolos a salir a la calle para expresar, de forma pacífica, su repulsa contra la inminente invasión de Irak por parte de Estados Unidos y ... sus aliados.
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Los expertos coinciden en que aquellas manifestaciones fueron las primeras de carácter global de la historia, destacando la celebrada el 15 de febrero de aquel año como la mayor movilización social que se recuerda.
Entre enero y abril de 2003, 36 millones de personas participaron en todo el mundo en más de 3.000 protestas al grito unánime de 'No a la guerra'.
El escritor Patrick Tyler escribió en el New York Times que «estas movilizaciones demuestran que existen dos superpotencias mundiales: Estados Unidos y la opinión pública».
Nuestro continente fue testigo de algunas de las movilizaciones más espectaculares y mediáticas. La de Roma, por ejemplo, con tres millones de participantes, entró en el Libro Guinness de los Récords como la mayor manifestación antibelicista de todos los tiempos. Pero fue España, sin duda, el país donde estas convocatorias tuvieron mayor trascendencia, estimándose que se manifestaron entre ocho y once millones de personas en nuestro país.
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Recuerdo de forma nítida aquellos meses convulsos. Las sábanas blancas colgadas en los balcones, la rabia común y compartida, el hermanamiento frente a un enemigo común: la guerra.
Fuimos, aquellos días, una sociedad interconectada, una sociedad viva y rebelde, capaz de organizarse sin la ayuda de unas redes sociales cuyo poder y hegemonía ni siquiera podíamos imaginar por aquel entonces. Una sociedad capaz de ejercer su condición de superpotencia civil, armada, únicamente, con pancartas y proclamas pacifistas que tenían como objetivo reclamar un mundo en paz.
El 1 de febrero de aquel 2003, se celebró en Madrid la 17 edición de los Premios Goya que entrega la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Aunque el clamor de la guerra ya era mundial, España se había convertido en uno de los epicentros políticos y sociales de aquel conflicto, y aquella noche, en el Palacio Municipal de Congresos, sede de la gala, los actores Alberto San Juan y Willy Toledo ejercían de presentadores.
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A los que hemos seguido la trayectoria del grupo teatral Animalario, del que ambos son miembros fundadores, y en el que han colaborado otros grandes actores que el cine y la televisión han domesticado, como Nathalie Poza, Ernesto Alterio, Roberto Álamo, Javier Gutiérrez, Fernando Tejero o Blanca Portillo, no nos extrañó que quisieran aprovechar la exposición pública y mediática que les brindaba aquella gala para expresar, sin tapujos, el sentir de una gran mayoría.
La fotografía de ambos con el slogan 'No a la Guerra' pintado en sus camisetas forma parte de la historia de los Goya y del compromiso de la cultura contra la barbarie y la injusticia.
El sábado se celebró una nueva gala de los premios Goya en una gélida Valladolid. Se sucedieron proclamas, discursos y alegatos contra el machismo, los abusos sexuales y los derechos de la comunidad LGBT.
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Cada época vive sus luchas y conquistas sociales, todas son justas y necesarias, y deben ser ganadas, pero eché de menos a Alberto y a Willy. Eche de menos aquel grito unánime de 'No a la Guerra', las manifestaciones en ciudades, las sábanas en los balcones, la sociedad viva, unida, llena de rabia ante lo que acontece en Gaza. Un lugar en el que se bombardean hospitales y campos de refugiados, y en el que se mata a un menor cada 15 minutos, menores como Hind Rajab, una niña palestina de cinco años, asesinada por el ejercito israelí mientras pedía auxilio por teléfono a la Media Luna Roja en el interior de un coche, rodeada de los cadáveres de sus familiares, aterrada por el sonido de los disparos.
Ganó este año 'La sociedad de la nieve' en la gala de los Goya, una película épica con la que Bayona nos recuerda la fortaleza y el espíritu de resistencia del ser humano.
No se harán películas sobre Hind Rajab, su historia es demasiado cruel, demasiado cierta, y no tiene ese final feliz que tanto gusta al cine y a una sociedad gélida, helada, paralizada por el frío estremecedor que produce uno de los atentados humanitarios más vergonzosos de la historia.
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Quizá, la pequeña Hind, antes de morir entre amasijos de hierro y cadáveres, se preguntara –como el protagonista del film de Bayona–, «¿Qué nos pasó? ¿Qué pasa cuando el mundo te abandona?».
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