Saber que aún pensaba por nosotros el Papa Emérito Benedicto, retirado en sus jardines inmóviles, a lo antiguo senador romano en espera de que fuesen a matarlo, me hacía dudar de que todo en el actual mundo fuese obra del Diablo. Si un ser humano ... completo como Joseph Ratzinger existía, si la idea en potencia de todo lo que el hombre lleva dentro se había encarnado al menos en uno, no todo podía ser malo en el mundo. Yo siempre me reía de eso de los cátaros, porque es de conspiranoicos, hasta que yo mismo me encontré pensando lo que los cátaros: que todo está tan podrido en el mundo terrenal del siglo XXI que hasta las fundaciones benéficas, o sobre todo las fundaciones benéficas, son obra del Diablo. El Diablo nunca se presenta con su verdadero nombre, y de lo único que estoy seguro es que no es el mío.
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No es que el humo del Infierno haya penetrado por las rendijas del Vaticano, como anunció Pablo VI, sino que el mismísimo humo se ha encarnado en lo se sienta hoy en la silla de Pedro. Una silla que –Dios me perdone, si es que me lee– hoy parece estar construída con la vieja madera de árboles paganos, tal vez fresnos –ese árbol perverso–, a los que se ofrendaba sangre, como en aquel cuento del exquisito rector inglés del colegio de Eton Montague Rhodes James, «los sitiales de la catedral de Barchester». Benedicto, o Benedictus, cómo me gusta pronunciar su santa denominación papal, tenía nombre de canción buena de Simon y Garfunkel, igual que decía Mike Tyson (en USA los boxeadores son los auténticos filósofos de allí, y aquí lo son los matadores de toros) que la gacela africana «de Thompson» tiene apellido de negro. Y ahora el Papa sabio, que parecía iba a estar retirado eternamente en sus jardines inmóviles, ya no está; ya no va estando nadie de los que deberían pero, como siempre, quedamos todos los que no deberíamos. El longevísimo primer ministro italiano Giulio Andreotti, que presumía de que todos los que conocía habían fallecido menos él, hoy estaría satisfecho. Porque pensaría, no sin razón, que ya por debajo sólo quedamos los más incapaces.
Benedicto se ha marchado con su boca sellada, que es lo que se espera de un buen italiano aunque fuese alemán. Nunca sabremos si dimitió como Papa para hablar con Dios, para buscarlo o para inventarlo. Hay cosas que es mejor no saber. El conocimiento es tristeza, como asegura el Eclesiastés, y Joseph Ratzinger conoció hasta mucho más allá de lo prudente. Para aliviar ese insoportable peso se inventó hace mucho en el Vaticano lo de veranear en Castel Gandolfo, un tranquilo lago dominado por las estancias papales donde una vez comí con laziales de ocho apellidos la tradicional 'porchetta' dominguera. Tal vez, al final de sus días, Benedicto hubiese dado el mismo consejo que doy a quien pide le recomiende un libro. «Pase lo que pase, no se te ocurra leer».
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