Las recientes elecciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, con su aroma de elecciones generales, han dejado establecidas ciertas cosas y dejado pendientes algunas otras inquietantes. Entre las cosas establecidas está la de que el centro político es un espíritu que no se puede encarnar. ... Contra toda evidencia científica, hay entidades espectrales en nuestro país y esta es una de ellas. Un partido que renunció pronto a ser la fuente de equilibrio democrático venciéndose a la derecha netamente. Otra cuestión bien establecida es que hay un programa oculto detrás de los eslóganes para despistados sobre cañas, comunistas, libertades y juegos malabares con la identidad de Madrid —una región en la que no se pueden rastrear 'ocho apellidos madrileños', sin acabar en Almería–. Un programa oculto que Ayuso y sus consejeros áulicos le han enseñado a Casado cómo sacarlo del debate electoral a base de frases banales, sentido del humor de la Latina y coquetería, además de inventarse un rival fuera de su jurisdicción, que picó el anzuelo haciéndole una visita de 'Estado' en Sol. Esto último obligaría a Casado a emprenderla con Europa ninguneando a sus rivales nacionales al grito de «¡Europa nos roba!».
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Trucos para escamotear un programa muy serio que a nadie debería pasarle desapercibido por mucha sed que se tenga. Tras las cañas vienen las palmas a un programa libertario que va a desmantelar los servicios públicos que estén a su alcance en dos fases: una primera subcontratando a empresas privadas con cláusulas de seguridad del tipo de las autopistas radiales de Madrid, en la que el Estado aparece como garante si las cosas no van bien para el negocio. En una segunda fase, las partes más rentables de los servicios públicos se venderán con la misma alegría que Ana Botella vendió viviendas sociales a fondos financieros.
Entre las cuestiones pendientes, la de mayor interés para la salud democrática de nuestro país es la del estado de postración en que ha quedado la izquierda madrileña –con eco nacional– tras una votación en la que el incremento de casi medio millón de votos en la participación se los ha llevado la derecha, más unos cincuenta mil votos con los que la izquierda ha contribuido a la fiesta del rival. A nadie se le escapa que si la fractura de la derecha le hizo daño al PP –a cuyo rescate ha llegado Ayuso con el método estrenado en Estados Unidos en 2016–, la fractura de la izquierda ha agrietado al PSOE, que, no solo no tiene una 'Ayuso' que exhibir –Sánchez es un político muermo, sin gracia ni para dar el pésame–, sino que tampoco puede mostrar una tarjeta de cumplimiento de principios –Sánchez es el Indiana Jones de la política–. Pero, afortunadamente, ha cumplido con la tradición en usos y costumbres de su partido aportando para la historia la ley de eutanasia. También ha llevado a cabo el complicado reto de mudar el cadáver de Franco de residencia y ha braceado bien en Europa, en medio de una catástrofe universal. Pero las cuestiones más complicadas las tiene pendientes. Y no resolverlas puede costarle el puesto a él y destruir a la izquierda tal y cómo la hemos conocido y la necesitamos desde que volvió la democracia a nuestro país. Se trata del reto doble de resolver, en el corto plazo, lo problemático de sus alianzas con las fuerzas separatistas que, aunque al trán-trán, han ayudado, con equilibrios inverosímiles, a los presupuestos y los fondos europeos, aunque también son unos inquietantes aliados que ponen al Estado en continua zozobra. Pero el segundo reto es el de fondo, el relacionado con el desmoronamiento de la creencia, entre jóvenes especialmente, de que sigan enhiestos los pilares de la izquierda democrática. Es decir, la fuerza real de defender el bien común frente a la codicia insaciable; haciéndolo además en el marco de la economía de mercado cabalgando con soltura el tigre del inevitable capitalismo. Y la fuerza moral de defender la libertad de pensamiento y de costumbres protegiéndonos del conservadurismo rancio, cuyo aroma apolillado todavía emana de algunos jóvenes políticos. Dos pilares firmes que ahora son socavados por un mundo que se ha entregado a las apariencias y que, en una extraña pirueta, parece haber conseguido que la rebeldía cambie de bando.
Así las cosas, la izquierda tiene que bajar ahí, a ese plano donde los jóvenes perciben la vida como una fugaz diversión, una vez fracasada la idea de 'todos universitarios'. La suya es una dulce desesperanza que los lleva a apoyar a quienes les seducen diciéndoles: «Vas bien, esto es la vida», pues ven en la izquierda a una vieja moralista y aguafiestas que no termina de entenderlos.
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