«Por el cinco de enero, / para el seis, yo quería / que fuera el mundo entero / una juguetería». Así describía con nostalgia el recordado Miguel Hernández, en su poema 'Las abarcas desiertas', la tristeza por no recibir durante su infancia los regalos de los Reyes Magos. A él se lo impedía la pobreza, a nuestros pequeños, muchos años más tarde, se lo impide la estupidez de los mayores.

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Porque casi sin darnos cuenta hemos abandonado esta mágica y tradicional celebración, heredada de padres y abuelos, para sustituirla por una costumbre, impuesta por la 'anglosfera', en la que los entrañables Reyes Magos han venido a sucumbir y casi desaparecer ante el empuje de Papá Noel, una figura ajena a nuestra tradición cultural y de cuyas prendas personales solo sabemos que se ríe mucho, que habla inglés, que es obeso como un tonel y que luce una nariz colorada, no tanto por causa del frío sino por beber demasiado güisqui.

Al menos, los Magos eran moderados, sabios, poseían el don de hablar otras lenguas, eran interraciales y no únicamente arios, se guiaban por un cometa, no por un GPS, y venían en son de paz a llenar los corazones de alegría. No ocurre igual con Papá Noel, convertido en heraldo y embajador de una avanzadilla comercial cuyo único fin es vender de todo para llenar el arca de las multinacionales con el comercio de productos de la última hornada de gilipolleces llegadas del imperio: películas ñoñas, héroes de la factoría Disney, juguetes estúpidos que lo hacen todo e impiden a los niños jugar porque les embozan la imaginación y productos variadísimos del mercadeo anglosajón: camisetas, discos de grupos angloparlantes, ridículos bonetes rojos, cornamentas de reno hechas de plástico... En resumen, una orgía de gasto y consumo inmoderados.

Al menos nuestras madres y abuelas, cuando no podían regalarnos, por su elevado precio, el 'balón de reglamento', es decir, de cuero, pues los de goma eran 'pelotas', recurrían a 'traernos' unos calzoncillos de algodón, un gorro de lana para taparnos los sabañones de las orejas, un plumier sencillo, no de dos pisos, que también los había, o unos calcetines. Cosas prácticas, nos decían. Si la economía marchaba mejor, podíamos aspirar a un revólver de calamina que hacía ruido con 'mixtos de clujir' o un fuerte de goma-plástico con indios y vaqueros. Ya por entonces estábamos entrando tímidamente en la cultura americana a través de películas, tebeos y juguetes. Hablo, por supuesto, desde mi experiencia masculina. A nuestras hermanas y vecinas se les hacían otros regalos, también prácticos como los nuestros.

Hago constar el hecho de que, para las familias creyentes, la fiesta de Magos, siendo una antigua leyenda, posee sin embargo el atractivo añadido de contener una serie de valores como el de la paz, la conmemoración religiosa del Nacimiento, la simbología del amor y el desprendimiento, además de la cercanía con algunos episodios del Nuevo Testamento.

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Para las que no lo son, esta celebración encierra asimismo connotaciones dignas de mencionarse, pues algunos de sus pormenores revisten una incuestionable actualidad. No se olvide que este relato, sea cierto o inventado, habla de unos emigrantes (Jesús, María y José lo eran) perseguidos injustamente por el poder político romano y rechazados insolidariamente por quienes les negaban el cobijo (como sigue ocurriendo con los refugiados que llegan del Mediterráneo, procedentes de guerras que hemos iniciado nosotros, es decir, Occidente); refleja también el valor de la fraternidad, la hermosa utopía de la paz universal así como los efectos del imperialismo aniquilador –los romanos conquistaron Judea por la fuerza de las armas–. No se olvide, en fin, que el descubrimiento de que los Magos eran los padres servía a los niños para abandonar la edad de la inocencia.

Estas entrañables tradiciones han sido arrasadas por la fiesta de Papá Noel, que ha eliminado la costumbre del familiar belén poblado de sencillas figuras de barro, sustituido por luminarias horteras y abetos de Navidad, árboles desconocidos entre nosotros. Los viejos villancicos han pasado a mejor vida, así como la tradición de los aguinaldos... En su lugar, americanadas musicales en una lengua extraña que reproducimos como loritos de feria. Cuánto destrozo nos cuesta aparentar que somos modernos.

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Sé que es otra batalla perdida, pero quiero repetir, con el poeta Garcilaso, «no me podrán quitar el dolorido / sentir si ya del todo / primero no me quitan el sentido». Mi 'dolorido sentir' por esta invasión a perpetuidad del hombre de las barbas se renueva cada año por estas fechas. Por lo pronto, y para no hacer el juego a esta cultura depredadora, sigo llevando a los pequeños de mi familia a visitar los belenes que continúan subsistiendo gracias a beneméritas asociaciones y particulares. Con la cabalgata de Reyes ya veremos qué pasa.

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