Tres niños miran un camión de bomberos, soldados con chalecos y dos coches de policía que pululaban alrededor de un muerto. No se había ahogado. El Río Bravo, a su paso por Tijuana, es como el Reguerón, un chorrito de agua que corre entre piedras ... viejas pero sin una caña. Nada puede servir para esconderse en esta llanura en la que nacen las lomas que, hacia el norte, son Estados Unidos y, hacia el sur, México. El paisaje es simétrico.
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Desde el centro de San Diego, en California, se llega a la frontera con México en tranvía que tarda una hora de la estación de Santa Fe, un resto del 'far west' en medio de los rascacielos pequeñitos y limpios, brillantes y ricos. Desde la estación casi se puede ver el portaviones Midway atracado en el muelle cercano, una mole que supone lo máximo en cacharro que hemos visto, una ciudad flotante de combate con decenas de aviones en exhibición, restos de las glorias y miserias militares del imperio. Para los que crecimos en los tiempos de 'El final de la cuenta atrás' es muy emocionante recorrer los pasillos y cubiertas de este monstruo que huele a queroseno e historia.
El trenecito nos saca de los rascacielos y transita una hilera de tiendas de campaña azules en la acera. En el paraíso capitalista aparece la miseria, la enfermedad mental, el desarraigo. El campamento se va extendiendo a lo largo de calles y calles. Es una ciudad informal. Hablo de miles de personas viviendo al raso, organizadas para lavarse (o no) para comer (o no) y para sobrevivir (o no) entre gente rica. La pobreza va creciendo gradualmente hacia el sur en campos llenos de caravanas-vivienda. Todo es demasiado cinematográfico, un descenso a los infiernos, de hecho los amigos 'sandiegans' nos dicen que no vayamos porque tendremos siete horas de retención en la frontera cuando volvamos. La solución es sencilla: cruzarla andando.
Llegamos a San Ysidro. A la izquierda, un McDonalds; a la derecha, la frontera. Hemos ido muchas veces a México, pero no estábamos preparados para Tijuana. Un autobús demasiado viejo para circular pero con el motor en forma nos lleva al centro, con casas a medio, mercados de comida, puestos de tamales... vida. Vida ferozmente explosiva de olores, colores y sabores. En la memoria, San Diego parece muerta. Allí las avenidas de oficinas. No hay gente, el comercio está en los centros comerciales del extrarradio. Tijuana tiene un barrio gay con farolillos llena de puestos de juguetes baratos y máscaras de luchadores. No sabíamos lo que esperábamos, pero no era esto.
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Hay un centro cultural con una sala de exposiciones que cuenta la historia de la ciudad y una biblioteca. Tiene dos salas, está ejemplarmente ordenada y los carteles son cartulinas pintadas a mano. Esa biblioteca es amor puro y sincero, y en ella leen tres personas. Voy a la sección de arte, que es donde puedo valorar la calidad del fondo y solo tiene 16 libros, todos inútiles. Demasiado específicos, cosas puntuales de arqueología, seguramente donaciones. Ni una obra general, ni una monografía. Es una biblioteca muy pobre y fantaseo con hacerles llegar la mía cuando me muera. O incluso ya, por qué no. Me sobran demasiadas cosas que faltan allá.
Compras de cosas bonitas y baratas tradicionales, algunas hechas en China, subterráneos con tiendas de chicos jóvenes que venden buena música y ropa chula, marcas locales y 'second hand'. Un mundo moderno en el underground de zonas que vivieron tiempos mejores cuando los marines bajaban en manada a beber y drogarse a la ciudad del vicio tolerado. Y la vuelta a casa. Entonces cruzamos el puente en el que vimos al muerto.
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Cuando se cruza la frontera andando hay que hacer una cola de, al menos, una hora. Ya lo sabíamos, hay una app que te dice los tiempos de espera. Es otro río paralelo al Bravo, un río humano de gente que va a trabajar a San Diego en los turnos de noche, sobre todo, pero también hay dos gringas en la infinita cola, una pareja de lesbianas simpáticas que no tiene miedo a hacer esto. Ese río transcurre en un espectáculo que solo tiene comparación con la plaza Jema Fnaa de Marrakech o los mercados de Sudán. Cientos de niños mendigos con sus madres venden caramelos, una pareja indígena canta, un tipo lleva vende grillos fritos, la mafia te ofrece llevarte al principio de la cola comprando un boleto amarillo, los agentes de fronteras mexicanos hablan recio pero con cuidado, hay mucha gente con armas y muy nerviosa. El orden debe tener un equilibrio para sobrevivir. A la derecha corre un frente de casas de cambio y en los huecos los yonkis fuman chinos de heroína. Allí también ha vuelto. Somos turistas en un río infinito que sigue tras nosotros cruzando Guatemala, El Salvador, Honduras y llega hasta Bolivia. El río de la vida que quiere ser mejor porque no han visto las tiendas de campaña azules en las afueras del paraíso. Las que habitarán muchos que consigan el sueño.
Entonces la frontera gringa. Perros antidroga. Un agente rubio se sorprende de que seamos españoles, nos mira raro, sella los pasaportes. Montamos en el tranvía nocturno y en una hora estamos en el paraíso. Han pasado diez días y sigo sin entender ni asimilar lo que he vivido. Tal vez no lo haga nunca.
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