La fulgurante irrupción de lo digital ha transformado de manera drástica todos los parámetros del comportamiento social. Estamos ante un notable revulsivo en usos y costumbres ya plenamente establecidos. La necesidad de adaptarse a las utilidades de los ingenios electrónicos –verdaderos apéndices corporales– influye sobremanera ... en la forma de operar de los circuitos neuronales del cerebro, responsables de hábitos y reflejos adquiridos. Por fuerza se producirán modificaciones significativas en ese aprendizaje instintivo de nuevos automatismos integrados, para disponer de la imprescindible destreza en los mecanismos reflejos de actuación. No menos trascendente resulta la circunstancia de disponer de un archivo de infinita capacidad de memoria, de inmediata disposición en cualquier momento y lugar, al alcance de un simple golpe de botón, en este señalado reacondicionamiento de las actividades cerebrales.

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Estas herramientas ejercen una influencia decisiva sobre las rutinas hasta ahora asentadas de cualquier actividad social, sea de naturaleza informativa, o como instrumentos esenciales para la formación personal. También para facilitar las actividades habituales de la vida cotidiana. Es patente la fluidez en las comunicaciones como un significativo ahorro de tiempo, eliminando la necesidad de movilidad física para resolver problemas. Los vínculos personales, en una abrumadora sucesión de mensajes sin freno, confieren notable disposición para las comunicaciones sociales, merced al rápido intercambio de informaciones y experiencias de todo tipo. Son innovaciones profundas extensibles a actividades establecidas y en auge, como las comerciales, con la abundante oferta y uso que observamos para la adquisición de productos, entre múltiples e infinitas posibilidades.

En su conjunto, todo esto supone un cambio en la evolución de la cultura humana de dimensión descomunal. Es un fenómeno comparable, por analogía y envergadura, al que en su momento supuso la introducción de la imprenta. (Una herramienta esta de inmenso poder que propició la difusión del saber, de manera generalizada, a grandes sectores de la población, hasta entonces excluidos del referente cultural, instructivo e informativo que suponían los libros, restringidos a una minoría de privilegiados).

Sin embargo, como sucede en todo cambio de paradigma, se presentan desajustes por su condición a veces desenfocada de las utilidades ya dichas. Quizás la más evidente sea la dependencia casi absoluta de las pantallas de toda clase, con actitudes en ciertos casos rayanas en la obsesión. Como botón de muestra basta observar a la mayoría de transeúntes, absortos en sus teléfonos móviles. En esta inclusión acelerada y masiva de las tecnologías rampantes, se sienten hasta cierto punto excluidos quienes, por motivos varios, no se integran –aquí las razones de edad importan mucho– en este apabullante concierto de instrumentos que nos abruma. Serían como anacoretas aislados e incomunicados en un desierto de incomprensión. Convertidos sin remedio en una suerte de analfabetos tecnológicos, aturdidos ante la perspectiva de tener que enfrentarse a lo que se vislumbra como jungla intrincada, para desenmarañar la práctica totalidad de las gestiones cotidianas. Personas torpes para descifrar los significados, en una bien asentada y manejada terminología por los integrados, inglesa por supuesto, dentro de un marco que divulga e impone sus reglas sin tregua. Sirva como ejemplo recurrente el clamor generacional ante la progresiva desaparición de gestiones presenciales en los bancos, o diversas contingencias administrativas a distancia, sin tener en cuenta la bolsa importante de implicados, carentes de la destreza imprescindible para navegar por tan proceloso contexto. Fascinados todos por la pericia de las nuevas generaciones, que parecen haber nacido con mecanismos cerebrales que les permiten moverse con soltura inusitada por este intrincado entorno.

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En este escenario de transformaciones contemplamos, impertérritos y abrumados, al imperio absoluto de las imágenes. Consumidas estas a un ritmo vertiginoso, sustituidas sin solución de continuidad y multiplicando los impactos visuales de forma exponencial. Asistimos a una plétora sin orden ni concierto, perecedera y fugaz, ofertando continuamente nuevas propuestas. Por no añadir el apéndice derivado de los selfies, en busca del ángulo más atrevido y original, fuente habitual de infaustos resultados, en una desmedida avidez por asombrar y gozar de una efímera notoriedad. En otras ocasiones se construye un mundo de contenidos ajeno a la realidad cotidiana. Es esta otra deriva, asimismo perniciosa, al propugnar mundos imaginarios, paralelos, sin conexión con la vida autentica. Baudrillard lo denomina 'la era de los simulacros', como un germen para evadirse de los conflictos consustanciales con el vivir cotidiano. O favoreciendo la difusión masiva de mensajes insustanciales, sin fuste, tanto como falsos o interesados, donde cualquier noticia u opinión sin contrastar tiene cabida y repercusión.

Frente esta incuestionable realidad digital que conforma el mundo actual, la necesidad fuerza a tener que adaptarse a sus dictados y contenidos, en una por ahora larga y complicada travesía.

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