Conozco un patólogo, ocupado en hacer autopsias, que me cuenta que el índice de suicidios se ha disparado bajo la pandemia, no con ella (ahí debemos mirar más a los gobiernos –nos quieren tanto– que al virus). Era esperable. Lo que no esperaba es que ... un periódico nacional, 'El Mundo', publicase la cifra oficial de suicidios en el país. Más baja, como no podría ser de otra manera, que la real. Se ha roto uno de los últimos viejos tabús del periodismo, dar noticia de suicidios en España, supongo que porque hay que hacer sitio a la ingente cantidad de los tabús periodísticos nuevos. El otro día un admirado amigo apareció muerto en un sitio que precisamente eligen muchos para aparecer muertos.
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Quiero pensar que el procedimiento que siguió mi amigo –no he hecho muchas preguntas al respecto– fue nada más que su pena. La pena se califica de muerte natural. Es más, ni siquiera se califica como causa. Pero la pena es un mal a largo plazo diabólico: mientras va, en apariencia, cicatrizando fuera, va matando por dentro, orgánicamente. Va debilitando, de forma indetectable. Es la variante maligna más peligrosa. Más callada y ralentizada que ese tiro en la cabeza que recibió James Brady, el jefe de prensa de Ronald Reagan en el atentado de éste en 1981: declararon «homicidio» como causa de su muerte al día siguiente de los treinta y tres años que Brady sobrevivió en aceptables condiciones a ese balazo. Un homicidio enlentecido, sí, durante treinta y tres años. Mi amigo dejó un último artículo de prensa donde hablaba de su larga falta de oportunidades, a pesar de que su currículum sacaba varias cabezas a todo el Gobierno de España junto. Se despedía de los lectores en una última frase aunque uno creía leer cómo se dirigía al señor juez en la primera. Quiero pensar, repito, que mi amigo, tan dotado por Dios como expropiado luego por la vida, no hizo nada violento. Muchas veces, para desaparecer, no hay que hacer, basta renunciar. Hace falta valentía para renunciar a todo, lo malo y lo menos malo, a cambio de la nada. Lo que hace falta para renunciar a vivir no es, contra lo que se cree, desesperación, sino el sentimiento de que acabó para siempre tu dignidad. El sentimiento de humillación, eso es. Por delicadeza, por ese no poder seguir yendo por la calle mirando al suelo, se marcha de la vida demasiada gente. No hace falta estar desesperado, ni tener un 'pronto', ni hay un decorado de rayos y centellas. No hay que ver demasiadas películas.
Un psiquiatra me dijo una vez que no era partidario de soluciones definitivas para problemas temporales. Pienso igual: la vida entera es un problema siempre temporal, sobre todo en esta época negra, negrura a la que tanto ayudan los políticos. En la vida solo se trata de esperar, como se pueda. Todos los días pienso eso cuando todos los días pienso en acabar. Pero hay veces en que el sentimiento de humillación, si se extiende demasiado, desgasta la paciencia, de la que hablaba mi amigo en sus últimas palabras. Un día me compré varios metros de dos cuerdas de cáñamo en una ferretería. Una demasiado fina excepto para hacer paquetes, pero es elegante. Es un consuelo saber que no he querido usarlas. Y una tranquilidad tenerlas.
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