Al comenzar la pasada primavera se barruntaban los prolegómenos de una circunstancia excepcional. Las sospechas se intuían al contemplar la imagen de un enjambre de centenares de máquinas y operarios, afanándose en la construcción de un enorme hospital en China, en la zona donde acababa de describirse una desconocida enfermedad vírica. Una estructura realizada en un inusitado breve espacio de tiempo. A partir de ahí viene todo lo vivido y conocido con la actual pandemia que sobrellevamos. La conmoción suscitada por su expansión ha sacudido todos los órdenes sociales establecidos, arrastrando con su empuje las rutinas de la sanidad mundial. Ello derivó en una desestabilización que, gracias a las vacunas, es de esperar que se solvente con éxito.
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La implacable extensión de los contagios requirió habilitar con urgencia hospitales de campaña, pabellones acondicionados, incluso hoteles y residencias para atender a la ingente cantidad de infectados que necesitaban remedios. Se aportaron unas soluciones provisionales arbitradas, vigentes incluso durante esta tercera ola de la pandemia. En este contexto, la dedicación y entrega de todos los estamentos que orbitan alrededor de la sanidad ha sido reconocida en cualquier ámbito de actuación. Los centros de salud y hospitales han cobrado un destacado protagonismo, bien que con algunas consideraciones sobre estos últimos, sin que ello suponga relegar el desempeño abnegado del conjunto de actores del sistema sanitario.
A tenor de la reiteración cotidiana, la presencia del hospital se ha introducido en la memoria colectiva. Nos hemos habituado a tener cumplido conocimiento de cifras de ocupación de camas, por parte de infectados y necesitados de cuidados intensivos, habitaciones disponibles, diversas áreas habilitadas ante la plétora de pacientes... Todo en unos hospitales cuyas interioridades –en cuanto a peculiaridades funcionales, organizativas y condiciones de trabajo rutinarias– han sido poco conocidas. Estaban ahí, garantes de innumerables atenciones sobre nuestra salud, prestos a ser utilizados en situaciones concretas, por accidentes, enfermedades o nacimientos. Pero su latido íntimo resultaba extraño para la mayoría. Contemplado desde una amplia perspectiva, el hospital es un entorno habitado, que necesita innumerables servicios para que sean eficaces, donde se implican centenares de personas con una meta común.
Para el correcto desempeño de su trabajo, los sanitarios necesitan del concurso oscuro, callado, inapreciable, de otros profesionales que garanticen la eficaz marcha de las necesidades básicas de habitabilidad y funcionamiento. Es una actividad continuada, ininterrumpida, desde el mismo instante de su apertura, disponibles a todas horas. Entre sus paredes se condensan las distintas etapas que configuran la vida. Desde el nacimiento hasta la muerte. En esas situaciones vitales al límite, que en toda biografía induce la enfermedad, se amalgaman sentimientos y emociones de dolor y sufrimiento por pronósticos infaustos, así como efusiones de gozo y alegría por la curación de enfermedades.
El impacto sobre los hospitales de la actual pandemia invita a considerar su estructura y función en el futuro. En su diseño se deben prever necesidades que hagan factibles cambios en la prestación de los servicios. En los últimos tiempos se ha optado por un enfoque distinto, más operativo y ágil, para contribuir a descongestionar las diferentes prestaciones que ofrece. Me refiero a minimizar los inconvenientes derivados de las estancias prolongadas, con su cortejo de complicaciones asociadas, sin relación muchas veces con la causa de ingreso hospitalario. Con soluciones como las unidades de corta estancia, la cirugía mayor ambulatoria, la telemedicina como método de apoyo y el control de consultas en las que no sea imprescindible la presencia física. Y también otra alternativa como estimular la hospitalización en el propio domicilio del paciente. Una imagen distinta a la de los grandes pabellones separados y aislados, en enormes salas ocupadas por decenas de enfermos. Se trataría de contar con soluciones alternativas para contingencias extremas como las actuales.
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Es un aspecto destacable, muchas veces olvidado en el diseño arquitectónico, la necesidad de que el hospital sea un entorno confortable en todos los aspectos. Obvio es que, para la atención a los enfermos, pero teniendo en cuenta asimismo las necesidades de quienes allí desempeñan sus funciones, a veces durante décadas. Llamémosles sus moradores habituales, con sus rutinas de todos los días. De manera indirecta, las facilidades arquitectónicas contribuyen a minimizar riesgos y errores de actuación. Hablamos de habitaciones adecuadas, luz natural, aislamiento acústico –tanto externo como interno–, lavabos, pasillos y tantas otras estructuras esenciales en este cometido. Todo lo que contribuya a reducir la estancia rebaja la posibilidad de contraer infecciones. O permite una fluida interacción entre las diferentes unidades. Cuando se extinga la actual pandemia, otros problemas de salud vendrán a reemplazarla en las estancias del hospital. La actividad cotidiana continuará en su interior, sin tanto protagonismo ni énfasis informativo, pero con iguales necesidades de atención.
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