Nos fuimos a esquiar la semana pasada, pero me pasé en el gimnasio y llegué al viernes con la rodilla tocada, así que condujo Carolina todo el tiempo. Cuando coronamos la sierra y terminó de aparcar, me miró pausada y fijamente y me dijo en ... un tono neutro y sostenido: vete a la mierda, Nacho.
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Un hombre como copiloto suele ser molesto, pero si encima está lesionado puede ser terriblemente pesado para la mujer que conduce. Es una realidad: los hombres nos pasamos la vida dando lecciones a las mujeres que ellas no han pedido y que rara vez necesitan. No me considero machista, lo cual no es raro porque casi ningún hombre reconoce serlo. Aunque tengo la pretensión de ser feminista hay una realidad, y es que la España de la generación X fuimos educados en un machismo tolerado que ya no era el de décadas anteriores, aquel en el que estaba bien pegarle a la mujer. Nuestro machismo pretendía pasar por civilizado: somos producto de un machismo disimulado. Aparte de este hecho, he llegado a la convicción con los años de que el hombre no puede ser feminista. Puede querer serlo, y es bueno, pero no serlo, si bien la mujer sí puede ser machista. Parece contradictorio pero creo que esto es así o así entendí las conductas de mi abuela, que era una mujer buena pero también fruto de la educación de su tiempo y su país.
El caso es que a mí me educaron mi madre y mi abuela, que nos sacaron adelante a los cachorros frente a hombres tóxicos, como mi padre, que nos abandonó o mi tío, que estafó a mi madre. Es decir, asocio la mayor toxicidad a lo masculino y la mayor responsabilidad a lo femenino. No digo que sea así, es solo mi opinión. Creo mantener una postura menos 'viril' que la media, pero hay tics que están profundamente implantados en la psique masculina española de mi generación, y uno de ellos es dar lecciones de todo a las mujeres porque, desde lo más profundo, creemos que hacemos las cosas mejor que ellas. El ejemplo es el de mi puesto de copiloto a Granada. Yo lo veía todo muy bien, muy natural, un viaje muy agradable, pero cuando lo reviso me doy cuenta de que le dije diez veces que bajase la velocidad (cuando yo corro más que ella), que cambiase a sexta (cuando yo voy apretando el motor a todas las revoluciones que da), o que se pasase al carril derecho (cuando yo paso semanas en el izquierdo) y cosas así. Normalmente uno no se da cuenta de que es un pesao hasta que alguien se lo dice y repasa su conducta. En la revisión de aquella jornada de conducción me di cuenta de que los seis o siete roces que lleva el coche se los he dado yo. Ella nunca le ha dado un toque ni ha tenido un accidente, ergo, ella es la que conduce bien y la que podría darme lecciones.
Sorpresa.
No son micromachismos, es un machismo tan grande como el puente de Londres y lo llevamos a flor de piel aunque modulado por una pátina de civilización. Es la conducta galante que nos hace defenderlas cuando creemos que están en peligro en una conversación. Me pasó hace como un año con una de las mujeres más fuertes que conozco. Estábamos en medio de una discusión de trabajo con un arquitecto que perdió las formas y se comportó como un marichulo de tercera. Entonces me puse a su altura, hinché el pecho y me rebajé al nivel gritos, cuando ella, sin alzar la voz, tenía para darnos a los dos juntos. Mi papel no era aquella defensa que nadie me pidió y que fue, a todas luces, innecesaria.
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Somos mucha gente bajo el mismo sol, por lo que es difícil generalizar pero hoy los niños y las niñas tienden a una igualdad en el trato que nosotros ni soñamos, partiendo del hecho de que mi colegio segregaba por sexos. Las chicas llegaron después, ya en el instituto como algo extraño. Aquella educación preparaba para la diferencia y el alejamiento de la normalidad en la relación entre sexos. Hoy, que soy un señor mayor como eran mis profesores y los políticos que redactaban las leyes educativas, no entiendo cómo aquella gente podía enseñar, ya en los años 80, en democracia, con un sistema tan raro, tan deficiente. Muchos de los problemas sexuales y de relación vienen de esa separación antinatural.
Ya me habré ganado un calificativo despectivo que se usa mucho ahora, el de aliado feminista, y lo habré merecido por esta necesidad masculina de dar sermones que no son más que una disculpa, y creo que debo disculparme por no haber sabido entender siempre mi posición en una lucha que es de las más importantes que se libran hoy en el mundo, la de la igualdad, y en algo así no me duele, como al Residente, dedicarles cuatro pisos de disculpas. La única forma en que puedo enmendar este error de toda una vida es en la educación a mis hijos. Eso es lo que nos puede redimir. No buscar visibilidad en campos de batalla que son de ellas ni luciendo un pretendido feminismo que oculta realidades conscientes y subconscientes que dan para otro artículo, porque de la condescendencia hablaremos otro día.
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Y dejarlas conducir en paz.
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