Había un bodegón de Andrés Conejo que ocupaba toda la pared. El sillón en el que pasaba las tardes mi abuelo estaba enfrente de ese cuadro y a su espalda colgaba una reproducción de 'La muerte del pájaro' de Mariano Ballester, Premio Nacional de Grabado ... en 1955. Desde mis ojos de casi adolescente, imaginaba que estas obras habían estado siempre allí, negándome al desencanto de que las hubieran comprado. Un día se confirmó mi deseo cuando supe que algunos cuadros –ya no recuerda si el de Ballester, un rincón de huerta de Victorio Nicolás o el dibujo a lápiz de Gilabert– los había intercambiado mi abuelo con los artistas, algunos ya eran amigos, por material fotográfico. Después, recuperando nombres y apellidos, fechas y escenarios, con su memoria exacta, mi abuelo me contó los inicios de la Asociación de Amigos de la Fotografía y el Cine Amateur en Murcia, recordando con admiración a don Antonio Crespo –aquella noche en que le echó una mano en la sala de proyección, durante la presentación de la película 'Una historia vulgar'–, y a otros compañeros con quienes compartía pasión y profesión.
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En casa de mis padres había un paisaje de Avellaneda: ocre y violeta, también rosa, y al pasar los dedos su textura se parece a las tierras de Mazarrón. Esperando una historia parecida a la de mis abuelos le pregunté a mi padre por ese cuadro. Decepción, no hubo trueque. Sin embargo, me señaló dos esculturas colgadas enfrente, «los dos cristos de ahí», me dijo. ¿Dos cristos? Siempre me gustaron, incluso una vez me atreví a descolgar uno de ellos y sostenerlo unos pocos segundos, pero mi mirada abstracta no había sido capaz de verlos como algo concreto. Al igual que en esos libros en los que se debe fijar la vista en un punto, casi bizco, para conseguir adivinar un delfín en relieve, así estuve durante varios segundos hasta que se me aparecieron, en efecto, dos cristos. Lo que sí sabía era el nombre del artista: Perico Pardo. Mi padre me contó entonces que algunas de las obras que teníamos en casa eran regaladas, por su relación de amistad con los artistas, o dadas a cambio de ayudarlos a instalar alguna escultura. Después de escuchar esto me di un paseo por casa intentando ordenar, una vez más, mi ranking de objetos favoritos: una cabeza de mujer de Pepe Marcos, una litografía de Cacho –la misma que hay en el bar El Secreto y en un sala del campus universitario de La Merced, en Murcia–, el dibujo de Belzunce de una mujer desnuda en la playa, la versión de Antonio Pozo del mítico cartel publicitario de 'Abonad con Nitrato de Chile', un paisaje de monte del artista México.
En mi casa tengo un cuadro de Carlos Pardo, junto a la litografía de Cacho que heredé de mis padres. A Carlos lo veo menos de lo que me gustaría, y cada vez que nos encontramos ha ampliado su historial autodidacta: se hizo una casa en el campo con la única ayuda de un burro, restauró un piano con paciencia de lutier y toca a Bach con pasión extraterrestre. Alguien debería dedicarle un librito como los que hace tan bien Jean Echenoz, congelando un fragmento cualquiera de su vida, confundiéndonos entre biografía, etnografía y ficción. Carlicos también pinta, sobre todo pinta. Y este cuadro que me regaló se explica muy bien en las palabras de los profesores Pedro Alberto Cruz y Jorge Novella. Un trabajo «serio y apasionado [...] desde la emoción de quien decide desde el silencio arrojarse al mar de desafíos que es siempre el arte», como explicó también el maestro Jarauta. La última vez que hablé con Carlicos me dijo que está haciendo alguna escultura. Estoy deseando pasar por su taller y ver cómo lo lleva.
Ahora que soy la tercera generación, espero impaciente a que Nacho y Julia decidan su propia selección de objetos favoritos. Entonces les contaré que las fotografías de Muñoz Zielinski tienen un tratamiento especialísimo que soportarían un ataque nuclear, y que cada vez me veo más parecido al señor del cuadro de López Davis, con labios rojos, cabeza amarilla y corbata. En algún momento, sentiré romper la inercia romántica familiar y le explicaré que el arte no se acepta como regalo ni se intercambia. El arte hay que pagarlo.
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