El aburrimiento es un estado de ánimo del que procuramos huir. La razón, probablemente, resida en que la vida es puro dinamismo incesante y, por eso, nuestra conciencia, nacida en ese vértigo, no se encuentra cómoda ante la monotonía. Todos huimos de compañías que llamamos ... coloquialmente muermos. También de películas sin acción o novelas que no pueden disimular que son, en realidad, textos de ensayo camuflados. Pero, si esto se entiende con los pequeños acontecimientos que componen nuestra vida cotidiana, es inquietante que nos pase con cuestiones trascendentales, aquellas en las que nos jugamos las cosas de comer. Parece anómalo cansarse de la verdad y preferir la mentira para variar; o cansarse de la belleza y huir al universo de lo feo y lo grotesco. Pero el colmo sería cansarse del bien y lanzarnos a hacernos daño unos a otros.
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Antes de quejarnos de esta patología individual o –más peligroso–, de esta patología social, conviene decir que, frente al bien y el mal, sufrimos espejismos, debido, entre otras cosas, a la necesidad que tenemos de contar historias de desgracias antes que historias felices. Raramente un relato escrito o filmado se hace célebre describiendo hechos venturosos. Muy potente tiene que ser la prosa, el verso o el estilo cinematográfico para superar la excesiva dulzura de un relato. Este goce que proporciona el transmitir malas noticias es una especie de mecanismo natural de alerta. Un mecanismo que se vuelve disfuncional en la política porque, literalmente, se inventan los conflictos, con lo que, pase lo que pase en la realidad, se desvía la atención hacia una supuesta mala noticia. Hasta aquí, la política contribuye, en cierto modo, a salir del aburrimiento, una vez que los medios la han convertido en un espectáculo frenético del que nos hacen saber 'minuto y resultado'. Pero todo esto se vuelve peligroso cuando se traspasan determinados límites con el propósito de despertar frívolamente la fiera que duerme en cada uno de nosotros con la intención a corto plazo de obtener ventaja política.
Las repúblicas, raramente son sucedidas por repúblicas cuando son aplastadas. En general son sucedidas por largas décadas de algún tipo de tiranía. La república de Weimar y la segunda española son ejemplares en esa desgracia. En la alemana se dieron todas las tensiones que un régimen político puede soportar antes de reventar en una explosión telúrica. En la española ocurrió lo mismo con el añadido cruel de que el fracaso del golpe de estado militar provocó una larga y cruenta guerra. En ambos casos el crimen y la intolerancia eran reales y solo dioses de la política podrían haber evitado el drama.
Pero, ahora, en la España actual, un país capaz de superar una crisis económica y una crisis sanitaria sin que sus estructuras claves se desguacen, no parece que haya razones para que el horizonte se vuelva negro. Hay el natural disgusto de los que pierden las elecciones, que deberían aprestarse críticamente a esperar su turno sin quemar la casa común. Sin embargo, se advierte una dramatización del ambiente y una perversión de las palabras y las acciones que huelen a azufre. Se percibe un cierto juego morboso de acercar el dedo a las aspas del ventilador, de sacar un pie fuera del borde del acantilado. No sé, un cierto gusto por provocar descargas de adrenalina en las propias venas para que corran por ellas 'gotas de sangre jacobina'. Una irresponsabilidad que solo se explica por el hastío del bien, el aburrimiento de respetarnos y, en definitiva, el cansancio de atender las promesas que nos hicimos hace cuarenta y tres años.
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Cautivo y desarmado el ejército del bien, han alcanzado las tropas extremistas sus últimos objetivos: alterar la verdad, enfrentar a cada uno con cada otro. Pero, aunque el bien parece un ideal irrealizable si advertimos las muchas mentirijillas que sirven cada día para evitar un problema conyugal, los muchos gestos de alegría fingida en la vida social o si recordamos la rituales mentiras para engañar –no sé a quién– en una campaña electoral, hay, a pesar de todo, un bien de fondo en el funcionamiento aún renqueante de instituciones bien diseñadas que dan estabilidad a la vida democrática y nos preserva de la locura de volver al estimulante salvajismo. Las instituciones son los artefactos de la ciencia política como un móvil es el artefacto de la ciencia física. ¡Fuera, pues, las manos de ellas! ¡Fuera los pies sucios del suelo de la democracia! Quien gana unas elecciones es ya legítimo hasta que la sociedad lo releve. Quien esté hastiado del bien y necesite emociones que las busque en el vicio y deje a esta república coronada seguir ocupándose de los afanes diarios en paz.
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