Al reflexionar sobre las palabras y dichos que de niño usaba en casa y con los amigos del barrio, me doy cuenta de que se ... trata de un habla casi perdida, la mayoría de cuyos términos ya no utilizo ni oigo a mi alrededor, aunque permanecen dormidos en el arcón de la memoria. Abrir ese tesoro de expresiones es un simple ejercicio de melancolía que comparto con los lectores, algunos de los cuales quizá las recuerden.
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Decíamos 'no', además de con palabras, chascando la lengua una o varias veces y haciendo un gesto de negación con la cabeza. Pedíamos garbanzos 'torraos' en los 'quioscos', que ofrecían un variado surtido de menudencias para los chiquillos bajo el rótulo de 'pipas, caramelos y grageas'. Las dulzonas raíces de regaliz ('rogalicia') las llevaba en un pequeño haz, atadas con una 'guita', un vendedor ambulante que las cortaba con una navaja, adecuando el tamaño a la disponibilidad económica del comprador. Un helado entre dos pastas era un 'chambi', derivado de 'sandwich' (ya amenazaban los anglicismos; los niños muy pequeños vestíamos un 'bibe', traducción popular de 'baby').
Estas y otras 'galguerías' las comprábamos con monedas de diez céntimos, llamadas 'perras gordas', o de cinco, 'perras chicas' (nombre popular de lejano origen en otras monedas en las que el león del reverso más parecía perro que león). Las de cincuenta céntimos, con preciosos relieves y un misterioso agujero en el centro, eran 'dos reales', y las de dos pesetas con cincuenta, 'diez reales', aunque el real no existiese como moneda, lo mismo que los céntimos. De todos modos, en los mercados populares, los alimentos procedentes de la huerta (verduras, frutas...) se vendían por reales. Al final de las corridas de toros se sorteaban premios en metálico: su importe en pesetas iba traducido fielmente en 'duros' (cinco pesetas) y en 'reales' (cuarta parte de una peseta).
De la huerta venía la expresión irónica que definía la gorra, o la boina, como 'el capacico de los cuernos'. Algunos ritos tenían su frase: a quien le cortaban el pelo se le daba un sopapo por sorpresa en el cogote al tiempo que la frase: 'el que se pela se estrena'. Los golpeados a disgusto devolvían el cachete con la respuesta 'y el que tiene peluca se machuca'. Quien no compartía el bocadillo o una chupada del 'polo', otra variedad de helado, adquiría fama de 'agarrado', 'gomia' o 'roñoso'.
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Una sarta de refranes desplegaba su filosofía pragmática y tantas veces errada: el horror de 'la mujer, la pata quebrada y en casa', la laboriosa 'al que madruga Dios le ayuda' o la previsora 'quien come y deja, dos veces pone la mesa'. Se montaba a otro a las espaldas 'a coscoletas', y así, caballo contra caballo, jugábamos a derribar al adversario, como en los torneos medievales. Si se trataba de conquistar la cima de un montón de arena a los pies de una obra y no había reglas ni equipos, la consigna ferozmente individualista era: 'cada uno para su pellejo'.
Mi madre, durante un tiempo profesora de corte y confección, hizo familiares en casa voces como 'pespunte', 'embastar', 'sisa', 'jaboncillo', 'hombreras', 'patrón' (modelo en papel para cortar la tela y que no debía perderse jamás). Cuando no jugábamos al fútbol, que era casi siempre, leíamos tebeos, no cómics, esa vulgaridad foránea que ha acabado imponiéndose. Tebeos como 'El Capitán Trueno', 'El Jabato', 'TBO', 'Pulgarcito', 'Hazañas Bélicas', 'Roberto Alcázar y Pedrín'; las niñas, 'Mujercitas'. Los libros de Karl May, Mark Twain y Salgari llegarían más tarde.
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Comíamos frutos de temporada: membrillos, castañas, jínjoles, peretas, ciruelas, olorosos peros de Cehegín (ya casi no se ven en los mercados) y una gran variedad de naranjas: 'guasintonas', las dulces de 'cañaduz' (desaparecidas), 'sangrinas' –sanguinas- (muy agrias, con vetas rojas en la pulpa) o de California.
Los paquetes se ataban con hilo de cáñamo fuerte llamado 'gramante' ('bramante' en español normativo, derivado de la Brabante de los Países Bajos, ciudad de célebres hilaturas). Y las legumbres a granel las envolvían en 'cartuchos' de papel de 'estraza', que se vendía por resmas, pliegos y hojas. Los niños de clases menos pudientes jugábamos con 'pelotas' de goma. Los de mayor estatus social lo hacían con 'balón de reglamento', de cuero, que cuando se descosía lo arreglaban los 'talabarteros' del barrio con una 'lezna' y un hilo encerado. Las pelotas, ¡ay!, no tenían remedio cuando se rajaban.
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La 'aceleración de la Historia' ha dejado atrás este mundo de palabras, costumbres y usos sociales, pero qué duda cabe que esas realidades han nutrido un paisaje personal diferente y único que ha dibujado el modo de ser de numerosas personas. Evocarlo es solo un lícito ejercicio de nostalgia, en modo alguno la constatación del erróneo dicho 'cualquier tiempo pasado fue mejor'.
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